Era un día más, de esos terminantes del estío. El sol, temeroso de su poder, recogía sus rayos, y la luna, medrosa, despuntaba detrás del horizonte. La brisa, vestida de crepúsculo, ennoblecía el paseo marítimo, que aleado con el azul del mar, asemejaba una orilla infinita, un sendero que el batir de las olas perfilaba. Sin saberlo, la sombra de Cupido acechaba, eclipsando mi caminar; una flecha de ese carcaj hizo diana en la médula de mi corazón. Mientras la luna trepadora mostraba su cara más jovial, mis ojos atisbaron su rostro suave, su tez cándida, coronada por unos cabellos blondos, ensortijados, que acunados por el viento, venteaban a música celestial. Así nos conocimos, en el pueblo, en las fiestas; yo reposado en el pescante de la diligencia, ella en un corcel blanco; ocultada detrás del coche de policía, parecía una amazona, una valquiria. Intenté alcanzarla asiendo fuertemente las riendas de mi montura, pero el trote de mis jamelgos fue infructuoso, inútil. Fui avanzado por un dragón alado, por un monstruo bicéfalo y por un minino ciclópeo - su ronroneo repiqueteaba a desamor-. En ese instante, cuando el ocaso del amor asía mi alma, el tiovivo se paró y, como si se tratara de un relámpago, nuestras miradas colisionaron -no había sentido nada igual desde la noche de Reyes-. Se llamaba Laura. No nos separamos en todo el verano. Una tarde asió mi mano, le regalé golosinas, jugamos a pelota y ella encestó un triple en mi corazón. Al despedirnos me regaló un beso y un papel con su dirección. Ahora sé que en la vida hay momentos que quedan tatuados en nuestra piel, gravados con letras barrocas en el archivador de la memoria. Mi madre dice que soy muy joven para enamorarme, ¡qué sabrá ella, si yo ya tengo seis años! Se llama Laura, creo que ya lo he dicho. Cuando lleguemos a casa le escribo. Cosas del amor.
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Texto: Xavier Blanco