«Si me dejas, tendré que matarme. No hay vida sin ti». Con esta impúdica franqueza se confesaba el señor Burton, Richard Burton, a la mujer de los ojos de color violeta. Como ya sabéis -y si no, aquí estoy yo para avivar memorias-, un torpe Cupido lanzó sus flechas durante el rodaje de Cleopatra (1962) sobre los dos actores. Él ya por entonces empinaba el codo sin mesura (durante el primer día de rodaje, llegó al estudio embriagado, y no precisamente de amor) y ella desde ese instante quedó prendada de esa mirada afligida y sin consuelo. Quizá debió parecerle un pobre hombre, herido por la vida y necesitado de comprensión y cariño. Quién sabe. Yo tan sólo transcribo lo que la mitología desgrana a mayor gloria de una buena historia que dé rienda suelta a nuestra imaginación. Lo cierto es que no tardaron en descasarse de sus respectivos y casarse dos años después.
Hasta aquí la historia no deja de ser un tanto convencional y mil veces vista en cientos de telefilmes de las tres y media. Serían los sucesos posteriores los que alimentarían sin necesidad de mucho esfuerzo mediático el mito de amor tortuoso que persigue y dilata la fama de esta pareja. Taylor y Burton se divorciaron diez años después. Un año más tarde volvieron a casarse y a los pocos meses se finí. Él tendría dos esposas más. Con una de ellas llegaría a permanecer seis años casado. Sin embargo, nadie recuerda esos otros amores. La trágica imposibilidad del amor es un adhesivo más poderoso que la posibilidad de ser feliz junto a quien se ama. Por otro lado, hay que reconocerlo: el desamor vende mejor que la impostada perfección del amor eterno.
Elizabeth Taylor es consciente de este hecho y se ha dejado tentar -no sin el estímulo de una cifra de varios ceros- por la editorial HarperCollins, que publicará en julio las jugosas cartas de Burton bajo el revelador epígrafe de Furious Love. Entonces, el poderoso engranaje publicitario se pone en marcha. Vanity Fair desempolvará la vieja historia de amor en su portada de julio, y el periódico The Daily Telegraph está, mientras tanto, soltando breves perlas epistolares que vayan enganchando al público. Ahí va una: «Tienes que saber cuánto te quiero. Tienes que saber lo mal que te trato. Pero lo fundamental, lo más vicioso, guarro, sanguinario e inalterable es que nos malentendemos totalmente el uno al otro». Taylor (78 primaveras a día de hoy), sin embargo, confiesa a los editores -o mejor, los editores fabulan para dar carnaza a sus potenciales lectores- que «Richard fue magnífico en todo el sentido de la palabra».
La fábrica de sueños da al público lo que el público quiere. Por eso construye los guiones a imagen y semejanza de la taquilla. Y la historia breve pero tormentosa de Taylor y Burton es un buen guión. Contiene todos los ingredientes del amor fati: amar a primera vista, las pruebas de amor, el sacrificio incondicional, fusionarse con el ser amado, olvidarse de uno mismo cuando se está amando, tener la convicción de que nadie sino él o ella es el único amor de mi vida (mi media naranja)... Para el amor romántico, dos seres infelices sólo consiguen desfacer su dolor cuando están juntos. Por mucho que las contingencias del mundo les alejen, su amor persiste. Por mucho que se peleen, despotriquen el uno contra el otro, se divorcien o se hagan la vida imposible, nada podrá mitigar el cariño que se profesan. La fatalidad tan sólo pone a prueba el amor. Las inclemencias nunca son interpretadas como síntomas que sugieran la necesidad urgente de una ruptura, o cuando menos una revisión de nuestras emociones.
El cine y la literatura, fuentes inagotables de mistificación, siguen aún hoy -siglo de progreso y libertad- recreando para nosotros historias que perpetúan la creencia en el amor eterno y apasionado y en el dolor como condición sine qua non para amar y merecer amor. Estas fabulaciones se inoculan con facilidad en nosotros, llegando a creer realmente que son algo más que meras fantasías elaboradas por un guionista inspirado o una agencia de merchandaisin. Entonces, la capacidad crítica, el principio de realidad, ese sensible muelle que nos avisa cuando el barco pierde agua, queda atrofiado, haciéndonos ver molinos allá donde gigantes acampan a sus anchas. «Todo amor es fantasía: él inventa el año, el día, la hora y la melodía; inventa el amante y, más, la amada. No prueba nada contra el amor, que la amada no haya existido jamás» (Antonio Machado).
Aquella historia romántica, apasionada, brutal, que en la pantalla de un cine o en las hojas de una novela nos conmueve, emociona y hace suspirar, bien puede, cuando se extrapola a la realidad, convertirse sin embargo en un triste relato de terror, la tragedia cotidiana de un maltrato. Los diarios son fríos testigos de este celo irracional en el amor. Treinta y dos mujeres a día de hoy, y no parece que el termómetro quiera bajar. Mujeres reales, no personajes de cine ni heroínas de folletín. Unas quizá creyeron en caballeros de armadura oxidada, otras tal vez sólo tuvieron la mala suerte de toparse con el ogro del cuento. Ellos, por su parte, confundiendo quizá amor con propiedad, eligieron el papel de príncipes protectores de un querer que o se tiene o se quema, literalmente. «Te vas porque yo quiero que te vayas» -entona una ranchera-, «y a la hora que yo quiera te detengo. Yo sé que mi cariño te hace falta, aunque quieras o no, yo soy tu dueño».
Ramón Besonías Román