AMORES PONTIFICIOS ( capítulo I )

Publicado el 25 mayo 2019 por Carlosgu82

La historia que se presenta a continuación está ambientada en una información que salió a la luz en el año 2013 sobre un supuesto amor de Jorge Mario Bergoglio, su actual Santidad Francisco I, durante su infancia y en su Argentina natal. Todo lo que se relata es como consecuencia de la imaginación del autor, y aunque hay cosas que puedan asemejarse a la realidad, todo lo aquí escrito está hecho sin ánimos de ofender a nadie, y mucho menos a su Santidad. Lo único que se ha pretendido a la hora de escribir esta obra ha sido a modo de reflexión, es decir, poner en tesitura la vida de un hombre que se enamoró de una mujer desde su más tierna infancia y que por el discurrir de los acontecimientos vio cómo su vida tomaba otro camino que en un principio no tenía planeado.
Aquí solo se pretende contar de una manera entretenida lo que pudo haber sucedido en la infancia de Jorge Mario Bergoglio y su historia de amor con Amalia, la chica de su calle que vivía tres casas más adelante. Así pues, este relato histórico-ficticio (si se me permite la expresión), ambientado en la juventud de su Santidad quiere hacer ver a los lectores que una bonita historia de amor, sin importar su final, siempre acaba calando muy hondo en el corazón y en el alma de las personas.

ESTANCIAS VATICANAS, AÑO 2013.

Por fin llegué a mis aposentos. Estaba un poco exhausto por las continuas reuniones y recepciones con altos mandatarios y distintos jefes de Estado de todas las partes del mundo. Llevo muy poco como jefe de la iglesia católica y como representante de nuestro Señor en la Tierra, y creo que, aunque el trabajo pueda resultar muy duro en muchos momentos, debo ser fuerte y tener fe en mis posibilidades. Mi pontificado ha de significar un cambio radical en nuestro sino eclesiástico. Debemos regresar a los orígenes, a la humildad, a la compasión, al voto de pobreza y a estar al lado de los pobres y dejar de lado todos los excesos y abusos que ha cometido la iglesia. Debemos pedir perdón por todos los fallos que hemos cometido.

La vida me ha dado todo lo que pedía, aunque a veces pienso que hubiera sido de mí si no hubiera entrado al seminario y seguido el camino de Dios a los diecisiete años. Muchas veces pienso en ello. ¿A que me dedicaría? ¿Quizá a la enseñanza? No lo sé. En ese preciso instante llamaron a la puerta. Tres golpes secos resonaron en toda la habitación dejando de lado mis pensamientos por un instante.

– Adelante – dije, teniendo la certeza de quien aparecería detrás de la gran puerta de madera de roble de mi estancia.

– Buenas Noches su Santidad- dijo mi mayordomo personal mientras hacía una reverencia. Era Alfred, un fiel ayudante al que conocía desde hacía años. – Le traigo el programa para mañana. ¿Desea algo más?

-No, gracias Alfred. Eso es todo. Que descanses bien.

– Pues si no desea nada más, que pase usted buena noche su Santidad. Si desea cualquier otra cosa no dude en pedírmelo.

– Gracias de nuevo, pero no será necesario. Hasta mañana.

Alfred salió de mis aposentos, y allí volvimos a quedarnos a solas mis pensamientos y yo. Me quité el hábito, el anillo del pescador, los zapatos, y me puse el pijama, dispuesto a meterme en la cama a leer un poco antes de dormir. Antes, me lavé los dientes y recé mis oraciones dando las gracias a Dios por todos los días de mi vida. A pesar de mi devoción y compromiso con nuestro Señor Jesucristo, y de todo el amor que he sentido hacia él, y viceversa, durante todos estos años, la historia de mi vida empezó a rebobinar en mi cabeza, parando cuando tenía doce años. Esa etapa la recuerdo como una de las más felices de mi existencia.

Han pasado muchos años, y muchas cosas no serían como lo son ahora si los acontecimientos hubieran sido otros. Quizá, yo no sería Papa, y muy posiblemente no pertenecería ni al clero. En cualquier caso, empecemos por el principio.

BARRIO DE SAN JOSÉ DE FLORES, BUENOS AIRES, AÑO1948.

Por aquel entonces tenía doce años y mi vida transcurría feliz en el tranquilo barrio porteño de Flores. Los mayores me llamaban “Jorgito”, y aunque no me hacía ninguna gracia lo llevaba con resignación. Recuerdo que era un niño muy enérgico y creativo, aplicado en los estudios y bastante educado, aunque a veces perdiera los nervios con otros chicos o con mis hermanos, ya que yo era el mayor de cinco y siempre he tenido que predicar con el ejemplo. De aquella época recuerdo con nostalgia a mis padres, unos emigrantes italianos que marcharon a hacer las Américas a Argentina en busca de nuevas oportunidades. Ellos eran originarios de la región italiana del Piamonte, la cual quedó bastante pobre después de la Gran Guerra. Exactamente no sé qué año emigraron a Argentina, aunque si mi memoria no me falla creo haber escuchado que fue a mitad de la década de 1920. Mi madre se llamaba Regina, y era una excelente cocinera, y en mis casi ochenta años de vida, no he conocido a nadie que cocinara como ella. La comida más sencilla se convertía en el mejor manjar del mundo gracias a sus milagrosas manos. Mi padre trabajaba como empleado de los ferrocarriles en Buenos Aires. Era un fanático del fútbol, y toda su pasión se la contagió a todos sus hijos, aunque creo que, por ser el mayor, mi pasión por el fútbol y por el equipo de mi barrio, el San Lorenzo de Almagro, ha sido mayor que la que puedan tener mis hermanos. Además, el estadio de fútbol estaba muy cerca de mi calle, y, aunque esté mal decirlo, más de una vez me había colado para ver un partido cuando mi padre no tenía dinero para las entradas. En esto no estaba solo, ya que Felipe, Diego y Eduardo, amigos inseparables de la infancia, siempre me acompañaban. La verdad es que no era muy bueno jugando, al contrario que Felipe, que desde pequeño ya apuntó maneras, y acabó jugando en San Lorenzo, ganándose la vida como futbolista profesional. En aquella época todos admirábamos a René Alejandro Pontoni, uno de los mejores delantero centro que he tenido la suerte de ver en directo, el cual, llevó con sus goles a San Lorenzo a la consecución de su tercer título de liga en 1946. Es mi primer recuerdo en un estadio de fútbol. Ese día se decidía la Liga y todo el barrio estaba pendiente. Fue la primera vez que mi padre me llevó a ver un partido de fútbol al campo del Ciclón, llamado así por la fuerza y técnica de ese equipo de leyenda. Cualquier equipo contra el que jugaba era arrastrado como si toparan de frente contra un gran ciclón.

Físicamente no era muy alto, y la mayoría de niños eran más corpulentos que yo, aunque jamás pasamos hambre en mi casa. Mi pelo alborotado negro como el carbón siempre se mecía con el viento, y mis pequeños ojos parecían dos guisantes de color marrón. Nunca tuve problemas de ningún tipo, ni en la escuela ni en la calle, y en mis recuerdos siempre están esas caras alegres de toda la gente de mi barrio. La verdad es que fueron unos tiempos muy felices a pesar del episodio que posiblemente cambiaría mi destino para siempre.

Por aquellos tiempos mi mejor amiga se llamaba Amalia. Nuestra relación era bastante extraña, ya que nuestros padres llevaban algunos años peleados por disputas políticas. Mi padre era un reconocido y ferviente defensor del presidente argentino, por aquel entonces Juan Domingo Perón. Por el contrario, el padre de Amalia era de la rama dura del partido comunista y no escondía su desacuerdo con la política del presidente. De cualquier manera, aunque ellos ni se dirigían la palabra y alguna que otra vez casi estuvieron a punto de llegar a las manos después de una acalorada discusión política en la taberna del barrio, no hacían mucho esfuerzo por evitar que fuéramos amigos. Recuerdo especialmente un día. No sé si con alegría, o con nostalgia, solo sé que lo he recordado siempre. Yo estaba haciendo tareas del colegio en el escritorio de casa, cuando justo al terminar y cerrar el libro, escuché por la ventana:

– ¡Hey Jorge! Ya he terminado las tareas del maestro. ¿Tú ya has acabado?

– ¡Sí!-dije asomando la cabecilla por la ventana. Era Amalia que me estaba saludando levantando y moviendo los brazos de un lado para otro. – ¡Ahora salgo!

Di un salto de la silla con tanta fuerza que la tiré al suelo. Mi madre vino corriendo, y al ver que estaba bien comenzó a echarme la bronca. Yo asentí con la cabeza aceptando la pequeña reprimenda. Acto seguido le pedí la merienda a mi madre y le dije que marchaba al descampado a jugar con Amalia. Salí corriendo de casa para encontrarme con Amalia que esperaba al otro lado del bloque. Solo nos separaban tres casas, ya que yo vivía en el número 531 y ella en el 534 de la calle Membribar.

¡Corre Jorge! – gritó Amalia con entusiasmo nada más verme. – Hay una cosa que te quiero enseñar.

– Pero…-dije quedándome con la palabra en la boca al ver que Amalia empezó a correr- ¿Dónde irá ahora esta?

Empecé a correr detrás de ella. Era pequeñito, pero también el más rápido de todos los niños de mi calle. No había nadie, a excepción de Felipe que pudiera hacerme sombra. No me costó mucho alcanzarla. Después de correr unos trescientos metros sorteando edificios y personas, llegamos al descampado donde estaban jugando un partido algunos chicos de mi barrio. Yo me paré unos segundos a ver como jugaban. Vi a Felipe y a Eduardo, pero ellos no me vieron, porqué al ver que Amalia continuaba corriendo la seguí haciendo yo lo mismo. A unos cien metros del descampado se paró en seco, delante de un edificio que parecía abandonado. Amalia se escabulló entre unos matorrales y un trozo de la verja que estaba roto.

CONTINUARÁ ……………..