En ese periodo oscuro que es la adolescencia creí que no me quería nadie. Era obvio que no era cierto, tenía unos padres que se preocupaban cada segundo por mí, unas amigas con las que compartía los cambios de humor hormonales, esto es, los buenos y malos momentos, y unos primos con los que disfrutaba cada verano de la buena vida. Pero en la cabeza y el corazón teníamos grabado a fuego que el amor era cosa de tener pareja, que ya me dirán ustedes qué relación con fundamento se puede tener con quince o dieciséis años, cuando la mayoría no nos queremos ni a nosotros mismos. Así que, malditas canciones de amor y películas románticas que afianzaban, aún más, que no se era nadie sin un pretendiente en firme y ya si ni siquiera te echaban una buena caña de pescar en las terrazas de verano eras una fracasada de libro. Con la perspectiva que da el tiempo miro atrás y siento pena por esa chiquilla que no tenía ni idea de lo que era el amor. No es que ahora sea una experta, pero sí sé que cada uno de nosotros tiene derecho a tener sus amores propios, no sólo a sí mismo o misma sino a otros seres vivos, a una pareja, a un padre o una madre ya mayores, a un animal, a la naturaleza, a un libro, a lo que cada uno quiera. Esos amores propios son los que nos sostienen y están ahí, aunque no les recortemos un corazón para regalárselos hoy, puede que ni siquiera sepan, de hecho, que es San Valentín o cualquier otra fecha señalada. Que cada uno celebre hoy (o no) el amor como le plazca.