Describir el día a día de Ámsterdam se me antoja no sólo difícil, sino un vacuo ejercicio de memoria que no ha lugar. En la capital de Holanda el espacio tiempo sólo puede concebirse como algo fragmentado: episodios sueltos sin introducción, nudo y desenlace.
No sé trata de echarle la culpa a nadie, ni fui yo ni fuiste tú, no fue, ni siquiera, algo consensuado, fue solo un impulso, una llamada, un movimiento involuntario del corazón. El caso es que, antes de salir, ambos nos lo prometimos: el ocio hay que dejarlo para la noche... No llevábamos ni media hora en la ciudad de Ámsterdam cuando, arrastrados por el extraño impulso de la curiosidad, decidimos conocer de primera mano algunos de sus secretos.
El garito se llamaba Goa. Sugerente nombre. Casi tanto como el del producto estrella del menú: La amnesia. Ahora, pasados unos días, entiendo el porqué de su nombre. Al poco de sentarnos entablamos conversación con dos de los extraños sujetos que pululaban por el bar a tan temprana hora. Uno era de Lérida (pero del Real Madrid, según sus propias palabras) y el otro de San Petesburgo (pero residente en Roma, secondo lei). Lo más curioso de la historia es que, a pesar de haber tres hipanoparlantes, la conversación se desarrolló en italiano standard. Cosas de Amsterdam… Los dejamos allí, jugando al ajedrez, y salimos a comernos la ciudad.
A partir de aquel momento de iniciación, el concepto tiempo se desvirtuó y los sucesos ulteriores acontecieron en modo plano-secuencia. Hemos estado en Ámsterdam poco más de ochenta horas, pero, para mi mente, han pasado meses, toda un vida dentro de la vida.
Y con la particular percepción de la realidad que provoca la Amnesia, y otras hierbas, continuamos nuestro viaje por: los canales que estructuran el urbanismo, los frontones y hastiales, las casas flotantes, el Mercado de las Flores, la decepción del Rijksmuseum, la coquetería del Van Gogh, la paz de Vondelpark, la vida de Kalvestraat, las bellezas eslavas de los ecaparates rojos, los Spice Cakes, los cafés, los pubs, la simpatía y buena disposición de los holandeses, el paseo en barco, la comida indonesia, la organización, las políticas sociales como espejo para el resto del mundo y, sobre todo, el elemento base, la clave de todo, la reina de Ámsterdam: la bici. Vehículo predominante, mayoritario y peligroso.
Podría contar muchas más cosas, como el episodio del gato [cerca del Amstel había una zona poblada de carteles de Rewarded (recompensado). Trescientos cincuentra euros para quien recuperara un gato de pelo rojo. Minutos después de ver el cartel me topé con el gato de la foto (o uno similar)...], pero dejaré éstas y otras peripecias para un relato aparte.
Por cierto, creo que he caído en la digresión… Todo empezó en el Goa, con la Amnesia… y todo acaba hoy, a 10.000 pies de altura, mientras escribo esto en el viaje de vuelta…. Ya sin amnesia, ni afgano, ni libanés… pero con la certeza de que la distancia nos une, nos llena, nos hace felices y nos lleva, siempre, a exigir más…
Y es que yo a pesar del frío polar sólo he sentido frío cuando te soltaba la mano