La escritora, en los años 70, firmando ejemplares de sus libros
Me impresionó Primera memoria y luego ya no paré. Me leí casi toda su obra: Fiesta al Noroeste, Los soldados lloran de noche, La trampa, Los hijos muertos, Algunos muchachos, Los niños tontos, Historias de la Artámila y La torre vigía (una de las que más me gustan). La única que no -por mi alergia a las hadas- es Olvidado rey Gudú, que la escritora consideraba lo mejor de su producción y en cuya escritura -interrumpida por una fuerte depresión- invirtió más de dos décadas.
Potencia estilística, imaginación inagotable, pasión por la vida, un lirismo que le salía a borbotones. La voz literaria de Matute exploró nuestras contrariedades y nuestras sinrazones, aquello que circula por nosotros debajo de la superficie. Abanderada de la infancia sin papanaterías ni cursiladas, dio vida a niños asombrados y terribles, y a niñas atónitas y perspicaces. La extrañeza del mundo, que admiraba y le sobrecogía al mismo tiempo, le hizo hacerse continuas e incontestadas preguntas. Ella misma era consciente de su sensibilidad valiente, de su rareza insólita: "Yo me he caído de alguna galaxia", decía.
Toda la vida escribiendo, Ana María nos concede, tras su muerte, un último regalo literario. En septiembre se publica Demonios familiares, una novela que ya tenía corregida en su totalidad y que comienza así: "Algunas noches el Coronel oía llorar a un niño en la oscuridad."
Hoy la literatura española es un poco más pobre.