Llevaba tiempo observándola, caminaba con la vista clavada en el infinito, arrogante y orgullosa. No te miraba, no te hablaba, no se inmutaba. Parecía la viva imagen de la doncella que afligió a Becquer en su rima XXXIX. Anabella se llamaba, lo llevaba bordado siempre en cada unas sus delicadas camisas. Yo la contemplaba embelesado cuando pasaba altiva por mi lado. Un día levantó la vista y sus profundos ojos castaños se cruzaron con los míos. Apenas un segundo. Estos sin duda, decían algo muy diferente…
Amiel siempre fue una lectura inquietante que acompañó mi turbadora adolescencia. Me pregunté entonces si no padecería la bella muchacha idéntico calvario que el tímido Henri- Frederic.© Samarcanda Cuentos- Ángeles.