Las moles de las Tucas desde la Sierra de Espierba. Foto: Benjamín Recacha
Llegar a Bielsa es llegar a casa, y recordar las vacaciones en ese paraíso que es la comarca del Sobrarbe oscense es sentirme de nuevo allí. Han pasado ya cinco meses, pero conservo el recuerdo muy vivo. Fueron unos días preciosos, como cada mes de agosto, en los que revisitamos rincones que forman parte del paisaje de mi vida, y en los que descubrimos nuevas joyas. Y es que las montañas que circundan el maravilloso Valle de Pineta son la puerta de entrada a incontables obras de arte de la madre naturaleza, que vale la pena degustar con los sentidos bien abiertos.
Nuestra nueva casa en el Camping Bielsa. Foto: Benjamín Recacha
Los últimos veranos el iglú se nos hacía cada vez más pequeño e incómodo. Es lo que tiene tener un niño en edad de crecimiento. Así que antes del viaje compramos una tienda de campaña más espaciosa, equipada incluso con habitáculo para dejar las maletas y utilizarlo como cocina-comedor en caso de lluvia. Todo un lujo. Después de tantos años acostumbrado a cambiarme de ropa sentado o tumbado, poder hacerlo de pie me resultó confortablemente extraño.
Pero vayamos con el alimento para los sentidos, esos rincones que, alejados de las rutas más transitadas por los excursionistas, después de 35 años de mi cita anual con Pineta, incomprensiblemente aún no había descubierto. En este post me centraré en la deliciosa ascensión a la Sierra de Espierba y en otro os hablaré sobre la ruta que, partiendo desde Chisagüés, conduce a las antiguas minas de Ruego a través del valle del río Real.
Todo en aquellas montañas es belleza, y cuando uno piensa que es imposible sorprenderse por un nuevo paisaje, descubre estas joyas a las que, creedme, las fotos no hacen justicia. Y eso que el viaje hasta entonces había sido completito en cuanto a belleza se refiere: la montaña soriana, Babia, Somiedo, el Bierzo y Vitoria. El verano de 2015 va a ser muy difícil superarlo.
Para subir a la Sierra de Espierba hay que tomar el desvío hacia la pequeña aldea que le da nombre, que se encuentra a medio camino entre Bielsa y el Parador de Monte Perdido. Tras recorrer unos tres kilómetros por una empinada y estrecha carretera, atravesamos las casas diseminadas y aparcamos el coche antes de la barrera que impide la circulación a los vehículos no autorizados por la pista de tierra que conduce a los llanos de la Estiva, otro de esos parajes que vale la pena descubrir.
Empieza la excursión. El camino en el primer tramo es ancho y cómodo. ¿He dicho cómodo? No para Albert, mi hijo con complejo de cabra. A sus seis años, tiene la molesta costumbre (para sus padres lo es) de arrastrarse entre lamentos, como si lo estuviéramos sometiendo a tortura, cuando caminamos por pistas anchas y relativamente lisas. Eso sí, en cuanto la senda se mete entre árboles y, a poder ser, queda salpicada de rocas que ascender, se le olvida el cansancio de golpe y se autoadjudica el papel de guía.
Y eso fue lo que pasó. A los pocos minutos de transitar por la pista hacia la Estiva, apareció un desvío a la derecha, el que debíamos tomar para subir a la Sierra de Espierba; al principio, un camino muy similar, que pronto se internó entre los grandes pinos, haciendo las delicias del pequeño explorador.
En realidad, lo comprendo. Los adultos mientras andamos nos podemos entretener con las vistas, pero los niños necesitan acción. Los paisajes son aburridos, pero un sendero estrecho que se pierde en el bosque es toda una invitación a la aventura.
Uno de esos rincones donde el tiempo se para. Foto: Lucía Pastor
Así, con los ojos y los oídos bien abiertos para evitar caer en las garras de algún oso hambriento o de seres mucho más terribles, fuimos ascendiendo, hasta alcanzar un hermoso prado, de un verde intenso salpicado por miles de flores. Paramos a hacer unas fotos y continuamos subiendo, de nuevo entre pinos.
Debo confesar que no somos muy de madrugar para salir de excursión, así que pronto nuestros estómagos empezaron a reclamar que los llenáramos, sobre todo el de Albert. Cuando creía que la estrategia del “venga, que ya llegamos” no colaba por más tiempo, salimos del bosque. Estábamos a punto de alcanzar la parte alta de la sierra, así que con un pequeño esfuerzo más podríamos comer cómodamente sentados entre la hierba, apoyados en alguna roca.
Al otro lado, las imponentes moles de la Sierra de las Tucas, las Tres Marías, acaparaban el paisaje, más imponentes que nunca. A sus pies, el Valle de Pineta, con el río Cinca serpeando en su descenso hacia Bielsa, y al fondo, incontables cumbres pirenaicas.
Cinco minutos después alcanzamos la cresta, y entonces no quedó duda alguna sobre el acierto pleno de haber elegido aquella excursión. La recompensa a una hora y media de cómoda caminata era un espectáculo impresionante de montañas, bosques, prados y valles. A un lado, el Valle de Pineta y las moles calcáreas que lo protegen, y al otro, el del río Real (que visitaríamos pocos días después), rodeado por moles igualmente impresionantes, como el Pico Robiñera, la montaña de Ruego y la Sierra de Liena.
Siempre digo que el mejor manjar que uno puede degustar es un bocata en un restaurante de lujo: la naturaleza. No hay establecimiento que pueda igualar semejantes vistas, ni plato que se pueda comparar al placer de masticar un bocadillo tras una buena caminata. Aunque, ya se sabe, para gustos los colores. El Pirineo Aragonés los tiene todos, los colores… y los gustos también.
Tras reponer fuerzas y hacer algunas fotos decidimos avanzar un poco por el camino que recorre la cresta de la sierra, en dirección a los picos Comodoto y de la Estiva. Nosotros nos conformaríamos con ascender el primero de los tozales que encontraríamos. En otra ocasión seremos más ambiciosos, porque, desde luego, el paisaje compensa todo el esfuerzo.
Albert abría camino. Aunque la pista no discurría por en medio del bosque, era lo suficientemente estrecha y empinada como para despertar su interés aventurero. Tras ascender una pequeña colina, se abría a una pradera que descendía de forma suave en la vertiente de Pineta y pronto se encontraba con los primeros árboles que eran el preludio del tupido bosque.
—Mira, papa, ¿qué es aquello que se mueve?
Seguí con la vista el brazo de mi hijo y, efectivamente, entre los primeros árboles había un animal relativamente grande. Rápidamente eché mano de los prismáticos y me encontré con una hembra de corzo que me miraba, inmóvil. Y así estuvo durante unos segundos, hasta que decidió ocultarse en el bosque. Bonita guinda al pastel de los regalos visuales.
Y hasta aquí llegamos. Foto: Albert Recacha
Dimos la expedición por acabada en la siguiente colina, sin más noticias por parte de nuestra amiga corzo, y emprendimos el regreso, atravesando el bosque de nuevo, en busca de osos y monstruos. Tampoco los vimos, aunque sí sorprendimos a una ardilla roja que saltaba de rama en rama. Unos días después, camino a Ruego, tendríamos oportunidad de conocer a varios habitantes más del paraíso. Lo contaré en una próxima crónica viajera.
No podía faltar el agradecimiento al paraíso que me inspiró para escribir mi primera novela.