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Anatomía del juguete roto de Hollywood: The big knife (Robert Aldrich, 1955)

Publicado el 03 enero 2018 por 39escalones

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Este drama de Robert Aldrich, premiado en Venecia con el León de Plata, titulado en España indistintamente La podadora o El gran cuchillo, parte de una obra teatral de Clifford Odets para ofrecer un retrato particularmente devastador del poder de Hollywood y de sus criaturas para destruir carreras, corromper espíritus, traicionar principios, devorar a sus hijos y asfixiar a sus semejantes.

Extraño artefacto fílmico deudor de los modos y maneras de la escena teatral, dependiente casi en exclusiva del texto, su fuerza principal radica en la intensidad de las interpretaciones del excelente y logrado reparto. Charlie Castle (Jack Palance) es un actor tan exigente consigo mismo como con la calidad de los proyectos en los que se embarca. No obstante, está muy descontento y frustrado con las películas que su draconiano contrato le ha obligado a protagonizar para Stanley Hoff (Rod Steiger), el magnate que controla el estudio, y que, a pesar de que han recaudado mucho dinero y han sido grandes éxitos, no han satisfecho a Charlie en lo “artístico”. Eso hace que se replantee la firma de un nuevo contrato con Hoff y que se vea sometido a un vaivén de aspiraciones e intereses contrapuestos, representados por dos de sus personas de confianza: la primera, su esposa, Marion (Ida Lupino), con la que se encuentra en trámites de divorcio, que desea que Charlie se libere de la tiranía de Hoff y pueda crecer personal y profesionalmente lejos de él, en cuyo caso podría reconsiderar la ruptura de su relación y rechazar la propuesta de matrimonio que le ha hecho el mejor amigo de Charlie, Hank (Wesley Addy), un escritor de Nueva York; la segunda, su representante, Nat (Everett Sloane), más pragmático y realista, que ve en las cifras del nuevo contrato la estabilidad profesional y la solvencia financiera que la carrera de Charlie precisa, además de un porcentaje seguro en sus propios emolumentos. Pero las dudas de Charlie van más allá de lo profesional porque Hoff, un tiburón sin escrúpulos, y Smiley (Wendell Corey), su lugarteniente y negociador, poseen cierta información sobre el pasado del actor que serían capaces de utilizar en su contra si este se negara a renovar su compromiso profesional con el estudio. ¿Qué pasó aquella noche en la que el coche de Charlie, después de salir de una fiesta algo bebido, atropelló a una niña y le provocó la muerte? ¿Quién conducía? ¿Quién acompañaba a Charlie en el coche? ¿Fue justa la condena a prisión de Mickey (Wesley Addy), amigo y asistente personal de Charlie, o bien se trató de una maniobra de Hoff para evitarle la cárcel a su máxima estrella? El dilema profesional se complica con el deseo personal: Charlie ama a Marion pero no puede evitar sus esporádicas aventuras extramatrimoniales -ahí están, por ejemplo, las amenazas de Connie (Jean Hagen), la esposa de su amigo y representante, Buddy (Paul Langton), o la de una de sus antiguas y ocasionales amantes, Dixie (Shelley Winters), ¿tal vez la chica que viajaba con él en el coche la noche que todo ocurrió?-, al tiempo que el rechazo del contrato es un requisito imprescindible para su futuro junto a ella; por otro lado, si no firma puede acabar en prisión, además de perder su estatus como estrella y su seguridad económica.

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El enrevesado y multidireccional planteamiento emocional concentra un pequeño microcosmos de Hollywood en el salón de la casa de Charlie, donde, salvo un puñado de escenas y breves transiciones, transcurre la parte central de la acción. No falta ni siquiera la entrometida cronista de chismes, al estilo de Louella Parsons o Hedda Hopper, llamada aquí Patty Benedict (Ilka Chase), que intenta sonsacar y presionar a Charlie y a sus seres más próximos para publicar la exclusiva de su divorcio. Convertido el salón en escenario principal, distintos de sus elementos decorativos o funcionales cobran especial relevancia y valor narrativo: la escalera de caracol, por donde ciertos personajes aparecen y desaparecen muy significativamente, y de donde proviene (en elipsis visual) la fatalidad de la secuencia final; el retrato picassiano que cuelga en un lugar central, y que alude continuamente a los matices crematísticos de las dudas y de los peligros que flotan en el ambiente; el mueble bar, lugar de búsqueda de inspiración o consuelo; el sofá, espacio para los agotados y los derrotados; el tocadiscos, mecanismo de expresión de la conciencia o del deseo de evadirse de ella; la galería, que separa el cargado interior del luminoso jardín exterior… La trampa que aprisiona a Charlie y los personajes que lo rodean actúan asimismo como metáforas de la auténtica naturaleza de Hollywood, de su condición dual de industria y arte, de negocio y cultura, de aspiración al mayor logro artístico y de la maximalización de los beneficios. Estas contradicciones internas, siempre presentes e irresolubles, cobran una angustiosa dimensión moral en el ánimo de Charlie, que vacila permanentemente, obligado a tomar un decisión que se le expone en términos lineales (de un extremo al contrario) pero que, en realidad, posee una estructura circular: negocio y arte, industria y cultura, forman parte de un mismo círculo, son dos caras de una misma moneda. Imposibilitada la escapatoria, tensada la cuerda, solo queda aguardar para ver por qué parte se romperá. Es ahí donde entra en juego el último elemento del drama, el sacrificio. Charlie se ofrece como definitivo chivo expiatorio para evitar que la cuerda se rompa por las personas que más quiere, a las que, en última instancia, ansía conservar y proteger.

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Palance, a priori un actor aparentemente poco dotado para interpretaciones intensas de seres atormentados, logra transmitir de manera creíble sus dudas y encerronas mentales. Es Rod Steiger, no obstante, en sus breves apariciones, quien se lleva el gato al agua interpretativo. Odioso, sin escrúpulos, real, física encarnación de aquellos magnates hollywoodienses, productores rotundos y procaces, dueños absolutos de sus dominios, que protagonizaron el Hollywood clásico, aunque un tanto llevado al extremo (en su línea habitual de interpretar). Junto a él, el mundo de disipación que caracteriza la leyenda negra de la meca del cine: fiestas descontroladas, culto al dinero y al éxito sin límites, ambigüedad moral, laxitud ética, búsqueda absoluta del ascenso social y profesional… Y, por encima de todo, el juguete roto, que tantos nombres de toda edad, procedencia y condición colecciona, como fauna hollywoodiense, tal vez la más abundante y la que, catálogos de crónica negra aparte, suele pasar más desapercibida bajo el sortilegio de la gloria y el éxito.


Anatomía del juguete roto de Hollywood: The big knife (Robert Aldrich, 1955)

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