La tradición nos ha transmitido algunas frases y acciones de Julio César en la que se le ve como un descreído de la religión. Esto incluye, por supuesto, la devoción hacia los dioses o ser un practicante activo de la misma.
Sin embargo, la religión romana es un tema muy interesante y bastante complicado y, si muchas veces nosotros mismos nos santiguamos, aunque sea solo por si acaso, los romanos trataban ciertos aspectos también de la misma manera.
En esta ocasión, el implicado en este “por si acaso” es, claro está, César y la anécdota que vamos a contar ocurrió un tiempo después de haber muerto Pompeyo, su gran enemigo y amigo.
La acción transcurre todavía en África. César asola aquellas tierras llenas de calor y de arena en una persecución incansable contra los que se opusieron a que él fuera cónsul por segunda vez, provocándole así a suscitar a las masas romanas en una Guerra Civil por el poder.
Sus enemigos, Catón y Escipión, no se dejan coger y presentan batallas aquí y allá, defendiendo el poco territorio que les queda y rechazando, con esfuerzo, las legiones cesarianas en algunos escenarios e incluso provocándole un gran traspiés en Ruspina.
Dicen las lenguas que la razón es que los escipiones, en concreto aquellos bajo el cognomen “Africano”, nunca podrán ser derrotados en la tierra que les dio aquel nombre. Y aunque pueda parecer mentira, este hecho agobiaba Julio César y comenzaba a desesperarlo.
Tanto es así que cuenta Plutarco en sus Vidas paralelas que el general reclutó para sus filas a un ciudadano que se llamaba Escipión Salución, y que tenía parientes entre la familia de los Africanos, por lo que esperaba que ese oráculo lo tuviera también de su parte.
Cuenta el historiador que no sabe si esto lo hizo para burlarse de Escipión y hacer que aquel no contara con el oráculo o si lo quiso hacer, realmente, por tener a los dioses de su parte, pero lo que está más que claro es que este Salución iba al primero en todas y cada una de sus batallas.
Así, aunque no era general, lo mandaba por delante de todos los soldados, mandándole provocar al ejército enemigo y hacer que entablaran batalla bajo el pretexto de que se acababan las provisiones y la guerra debía acabar con toda la celeridad posible.
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