Revista Toros
Ángel silvelo en el concurso de microrrelatos de la a.c. el encierro de san sebastián de los reyes
Por Asilgab @asilgab
EL HUÉRFANO DE LOS ENCIERROS
Estoy solo, en mitad del campo. Acabo de escuchar el cohete, lo que quiere decir que ya ha empezado el recorrido. Nada más salir, a trotar por Leopoldo Jimeno, con los pastores azuzando la manada; y luego Real Vieja con sus cierres metálicos echados y los corredores más novatos todavía templando el ánimo. Como si los estuviera viendo, siento el contacto de sus pezuñas sobre el asfalto, y el eco sordo de su sonido perdido entre el bullicio de la gente. Todos corren, entre despistados y nerviosos. Allí van mis hermanos. Juntos y sin apenas separarse, salvo que algún patán los despiste. Los otros no lo saben, pero ellos también tienen miedo. Miedo a caerse y ser el punto de mira de los aficionados encaramados en los balcones de la calle Real, la más rápida y la más peligrosa, justo cuando lleguen a la curva de Estafeta. Todavía me pregunto por qué. Sí, ¿por qué tuve que ser el más pequeño y el más enclenque aquel año? Yo soy el distinto, al que nadie quiere enfrentarse y sobre el que no recae ninguna atención, salvo cuando hay que ir a buscar el mejor refugio, la sombra más fresca o el agua más limpia. Entonces todos me siguen y el mayoral se dirige a mí con un ¡qué inteligente eres! Regreso al encierro, e intuyo que mis hermanos ya han entrado en la plaza. Entonces, hasta el aire se transforma, y la tensión se convierte en un profundo suspiro lleno de calma. Todo ha terminado, y justo ahora llegará él. Se acercará a mí como hace siempre, y mientras me acaricia la testuz, me dirá esa frase que tanto detesto: tú no naciste para eso, tú siempre serás el huérfano de los encierros.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel.
Estoy solo, en mitad del campo. Acabo de escuchar el cohete, lo que quiere decir que ya ha empezado el recorrido. Nada más salir, a trotar por Leopoldo Jimeno, con los pastores azuzando la manada; y luego Real Vieja con sus cierres metálicos echados y los corredores más novatos todavía templando el ánimo. Como si los estuviera viendo, siento el contacto de sus pezuñas sobre el asfalto, y el eco sordo de su sonido perdido entre el bullicio de la gente. Todos corren, entre despistados y nerviosos. Allí van mis hermanos. Juntos y sin apenas separarse, salvo que algún patán los despiste. Los otros no lo saben, pero ellos también tienen miedo. Miedo a caerse y ser el punto de mira de los aficionados encaramados en los balcones de la calle Real, la más rápida y la más peligrosa, justo cuando lleguen a la curva de Estafeta. Todavía me pregunto por qué. Sí, ¿por qué tuve que ser el más pequeño y el más enclenque aquel año? Yo soy el distinto, al que nadie quiere enfrentarse y sobre el que no recae ninguna atención, salvo cuando hay que ir a buscar el mejor refugio, la sombra más fresca o el agua más limpia. Entonces todos me siguen y el mayoral se dirige a mí con un ¡qué inteligente eres! Regreso al encierro, e intuyo que mis hermanos ya han entrado en la plaza. Entonces, hasta el aire se transforma, y la tensión se convierte en un profundo suspiro lleno de calma. Todo ha terminado, y justo ahora llegará él. Se acercará a mí como hace siempre, y mientras me acaricia la testuz, me dirá esa frase que tanto detesto: tú no naciste para eso, tú siempre serás el huérfano de los encierros.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel.
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