Estoy solo, en mitad del campo. Acabo de escuchar el cohete, lo que quiere decir que ya ha empezado el recorrido. Nada más salir, a trotar por Leopoldo Jimeno, con los pastores azuzando la manada; y luego Real Vieja con sus cierres metálicos echados y los corredores más novatos todavía templando el ánimo. Como si los estuviera viendo, siento el contacto de sus pezuñas sobre el asfalto, y el eco sordo de su sonido perdido entre el bullicio de la gente. Todos corren, entre despistados y nerviosos. Allí van mis hermanos. Juntos y sin apenas separarse, salvo que algún patán los despiste. Los otros no lo saben, pero ellos también tienen miedo. Miedo a caerse y ser el punto de mira de los aficionados encaramados en los balcones de la calle Real, la más rápida y la más peligrosa, justo cuando lleguen a la curva de Estafeta. Todavía me pregunto por qué. Sí, ¿por qué tuve que ser el más pequeño y el más enclenque aquel año? Yo soy el distinto, al que nadie quiere enfrentarse y sobre el que no recae ninguna atención, salvo cuando hay que ir a buscar el mejor refugio, la sombra más fresca o el agua más limpia. Entonces todos me siguen y el mayoral se dirige a mí con un ¡qué inteligente eres! Regreso al encierro, e intuyo que mis hermanos ya han entrado en la plaza. Entonces, hasta el aire se transforma, y la tensión se convierte en un profundo suspiro lleno de calma. Todo ha terminado, y justo ahora llegará él. Se acercará a mí como hace siempre, y mientras me acaricia la testuz, me dirá esa frase que tanto detesto: tú no naciste para eso, tú siempre serás el huérfano de los encierros.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel.