Ángeles de amarillo / En el Día Internacional del Niño

Por Calvodemora

Foto: Rooselvet Castro
En pocas horas acaba el Día Internacional del Niño. No sabe uno nunca qué es eso de que un día sea internacional de algo. Nos la cuelan con tantas efemérides estúpidas que en ocasiones dejamos pasar las relevantes y no fijamos nuestra atención en lo que evidencian, en la manifestación de la realidad que pretenden difundir. Por eso no razonamos qué se nos pide cuando en el calendario dice que hoy es el día que es. Yo sé de niños lo suficiente, pero hay días en que tanto saber duele. Solo hay que acercarse a ellos y escucharlos y comprender que la infancia es un don, un don al que se le extirpa la virtud y al que se arroja a los perros, para que lo devoren. No se les respeta. El hecho de que se les encomienden labores de adultos hace que se les ningunee. No debería haber un día de éstos, ya digo. Que lo haya induce a pensar que en los otros, en los invisibles, se vulnera lo que hoy es un mandamiento, una especie de ley moral sin la que la sociedad estaría corrompida y no tendría salvación posible. Pero la sociedad está corrompida y no tiene salvación posible. Los adultos sabemos que el bien no tiene ni de lejos el predicamento narrativo que el mal. Es el mal el que abre los caminos y hace que los mercados, ah los terribles mercados, hagan caja. Los niños son lo contrario de los mercados. Los niños son la pureza, son la dulzura, la bendita evidencia de que el mundo es armónico y de que podemos confiar en que la belleza lo ocupe todo. Los mercados, ah los mercados cabrones, son la locura, son la mentira, son la constatación brutal de que el mundo está mal hecho y de que el amor no existe: lo retiraron de la trama, lo convencieron para que no molestase y se recogiese en un lugar confortable. Ahí debe andar. A veces se le ve. Hay días en que está a mano, quién lo duda. Días de darse uno abrazos con los amigos y apretarlos con fuerza. Días de respirar hondo y notar que el aire lo llena todo y los ojos, sin darnos cuenta, se entornan y un irresistible candor sube por el pecho y se cobija en un gesto, en uno de los que lleva el ángel amarillo de la fotografía.
Mentira, ya lo sabemos. Buenas palabras, propósitos encomiables, pero huecos, de poco asiento en la realidad, que va a lo suyo y arrambla con fiereza, con saña en más veces de la que podemos soportar. Mi oficio, maestro de escuela, me hace ser un niño también, uno gordo y despistado, agradecido por estar rodeado de ángeles. Yo, un descreído, bendecido por la intimidad de la infancia. Los veo a todas horas. Niños puros, niños limpios. Y los que no son puros, los que no se ajustan al ideal de limpieza que cada uno decide en su cabeza, son puros y son limpios a su manera. Si no lo son es porque en casa, en las calles, en el diario trasegar con la vida dura de sus mayores, se les ponen continuamente obstáculos, se les hace apremia a que crezcan e ingresen en el mercado laboral, en la jungla, en el caos, en el vértigo, en la fiebre, en el roto mundo que les estamos dejando como infame herencia. En manos como las mías, en manos parecidas a éstas que ahora teclean, mientras afuera la noche es oscura y me siento protegido en casa, está que no se malogre el futuro de los niños. Manos precursoras. Manos que ofician el trabajo de guiarles al mañana. No sabemos qué les aguarda. No hay certidumbres sobre eso ni para nosotros, los adultos, los experimentados adultos. Y pienso ahora en lo que un amigo me dijo no hace mucho cuando un niño le trató con afecto y con respeto, con infinita dulzura y con envidiable alegría. El mundo es de ellos. No es nuestro, qué va a serlo.
Los maestros tenemos un maravilloso encargo. Se nos ha encomendado una especie de crianza estética, intelectual y hasta espiritual de quienes escribirán el futuro. Es ya terrible el presente como para que nos incomode la incertidumbre del futuro, pero no hay mayor peligro que desoír la Historia y es la Historia la que nos enseña que la cultura hace buenas o malas sociedades. No tengo duda alguna de que la cultura está en las escuelas, en las escuelas públicas, en los pasillos llenos de carteles, en los patios festivos de los recreos, en las aulas, en la rendición diaria de las reglas de la vida, volcadas con infinito afecto en los niños, que nos miran a los maestros y nos hacen las grandes preguntas. No siempre se tienen a mano las grandes respuestas. Lo normal es que tengamos respuestas pequeñitas, de andar por casa, de ir explicando el mundo con la intervención de la magia, con la colaboración del cariño, con la eficiencia de la profesionalidad, por supuesto. No solo de afectos vive la escuela, pero ay si faltan, si al niño se le escatima esa ración diario de prodigios, pequeños milagros, cosas que los ángeles amarillos se toman en serio y les sirven para crecer y estar preparados para enseñar a otros.