Ángeles y trenes

Publicado el 14 junio 2013 por Fragmentario

Toda muerte es temprana y nadie está preparado del todo para lidiar con ella. Hemos convivido con eso desde el principio de los tiempos y nunca dejamos de lamentarlo. Nada hay de casual en que la religión (la más arriesgada pero incompleta tentativa de respuesta) haya nacido con el entierro ceremonial de los muertos. Tan terrible es la idea de perder la vida que nos inventamos la vida eterna. Es que, como escribió François de La Rochefoucauld, no pueden mirarse fijamente ni el sol ni la muerte.
Pero claro que hay muertes más tempranas que otras. La de Ángeles, dieciséis años, asesinada y arrojada a la basura, es una. La de los tres muertos del accidente en Castelar, tragedia a escala de lo que fue Once, lo son también.
Los cuentos de terror se caracterizan por tener la presencia de un umbral (una puerta, un horario, un ritual) que separa la vida cotidiana del reino del miedo y el peligro. Esa razón por la que nos asusta Lovecraft es la que une a estos dos acontecimientos con el hilo del espanto: la sensación de que una mañana cualquiera, en la calle, en el tren, puede aparecerse el rostro de la muerte. A cualquiera de nosotros. En cualquier momento.
En números duros, esta apreciación es exagerada. La estadística de crímenes violentos en Argentina es de las más bajas de América Latina. Las tragedias en los trenes son acontecimientos excepcionales (pero evitables) que y el transporte público sigue por debajo de los índices de peligrosidad de los autos. El miedo social no tiene que ver con que salir a la calle y morir sea probable, sino con que es posible.
Once y Castelar tienen una responsabilidad gubernamental clara: hay un acuerdo general incluso en los sectores decentes del oficialismo en que la culpa del estado calamitoso de los trenes es a causa de la pésima gestión de los empresarios aliados del gobierno, cuyo negocio es sostenido por las mafias sindicales que mataron a Mariano Ferreyra. Las muertes en los trenes son, por acción y omisión, crímenes de Estado y la responsabilidad de los funcionarios es ineludible.
El asesinato de Ángeles, en cambio, sigue otra lógica. Cuando un psicópata, sociópata o sicario está dispuesto a matar, en Honduras o en Alemania, termina matando. La policía puede vigilar y atrapar en una estación a los carteristas, pero no puede prevenir ni impedir el asesinato planificado. Lo que se puede cuestionar ante el crimen individual, en todo caso, es la capacidad de respuesta de la justicia. Por bronca o propiedad transitiva, sin embargo, medios y usuarios de redes sociales culparon de la muerte de Ángeles a «la inseguridad» y por elevación al gobierno. Son tiempos malos para lecturas justas.
El miedo social, lejos de catalizar buenas acciones, nos inmoviliza. Como no nos gusta la muerte, la iremos olvidando a medida que se sucedan las nuevas noticias. Somos ciudadanos mediocres, tímidos y temerosos. Ángeles y trenes pasan, a toda velocidad, mientras nosotros miramos por la ventana, pasamos la página del diario y nos alegramos de estar vivos.