Lo que acabo de narrar no es más que un pequeño retazo de la vida que palpita en uno de los enclaves arqueológicos más extensos y bellos del mundo. Los turistas americanos leen en sus guías que la superficie arqueológica equivale a Manhattan, pero incluso puede ser mayor. Se trata de ruinas vivas, donde todavía se sigue rezando a los budas (la religión que terminó sustituyendo al hinduismo en aquellos lugares), donde se medio esconden en la selva los asentamientos ilegales (todo sea por estar cerca de las huchas de los turistas) y, sobre todo, donde, a pesar de la endémica corrupción de la clase gobernante del país, se forja el futuro de una nación masacrada hace sólo unos años. Angkor desafía nuestro concepto occidental de ruina, tan romántico y evocador de pasados remotos. Quizá los franceses que comenzaron a desbrozar algunas partes de la selva para recuperar sus templos vieron en aquellos lugares paisajes aptos de un evocador grabado del siglo XIX. Pero Angkor no era algo desconocido por los pobladores del lugar, los jemeres, de manera que la resurrección turística que está conociendo en la actualidad es parte de una larga cadena histórica. Quienes estudian la tradición clásica suelen comparar a ésta con un río que fluye desde las fuentes para llegar al mar, en un único sentido. Curiosamente, el río Mekong, que desciende desde las cordilleras del centro de Asia hasta Vietnam, invierte el sentido de su cauce con la bajada de las aguas de lluvia, de manera que el agua inunda el territorio del lago Tonle Sap, tan cercano a Angkor. En este momento, y como ocurre con el mismo Nilo, el cauce invertido hace posible el milagro de la vida en los lugares primigenios. Quizá sea esta la imagen más adecuada para valorar unas ruinas a las que el presente llena, una vez más, de dinamismo y las convierte no en un mero testimonio arqueológico del pasado, sino en una clave cierta para el futuro.
Angkor y los niños, el futuro del pasado. Notas de viaje
Publicado el 22 agosto 2013 por FranciscogarciajuradoLo que acabo de narrar no es más que un pequeño retazo de la vida que palpita en uno de los enclaves arqueológicos más extensos y bellos del mundo. Los turistas americanos leen en sus guías que la superficie arqueológica equivale a Manhattan, pero incluso puede ser mayor. Se trata de ruinas vivas, donde todavía se sigue rezando a los budas (la religión que terminó sustituyendo al hinduismo en aquellos lugares), donde se medio esconden en la selva los asentamientos ilegales (todo sea por estar cerca de las huchas de los turistas) y, sobre todo, donde, a pesar de la endémica corrupción de la clase gobernante del país, se forja el futuro de una nación masacrada hace sólo unos años. Angkor desafía nuestro concepto occidental de ruina, tan romántico y evocador de pasados remotos. Quizá los franceses que comenzaron a desbrozar algunas partes de la selva para recuperar sus templos vieron en aquellos lugares paisajes aptos de un evocador grabado del siglo XIX. Pero Angkor no era algo desconocido por los pobladores del lugar, los jemeres, de manera que la resurrección turística que está conociendo en la actualidad es parte de una larga cadena histórica. Quienes estudian la tradición clásica suelen comparar a ésta con un río que fluye desde las fuentes para llegar al mar, en un único sentido. Curiosamente, el río Mekong, que desciende desde las cordilleras del centro de Asia hasta Vietnam, invierte el sentido de su cauce con la bajada de las aguas de lluvia, de manera que el agua inunda el territorio del lago Tonle Sap, tan cercano a Angkor. En este momento, y como ocurre con el mismo Nilo, el cauce invertido hace posible el milagro de la vida en los lugares primigenios. Quizá sea esta la imagen más adecuada para valorar unas ruinas a las que el presente llena, una vez más, de dinamismo y las convierte no en un mero testimonio arqueológico del pasado, sino en una clave cierta para el futuro.