Siempre se ha dicho que con los buenos sentimientos suele elaborarse una mala literatura, pero la italiana Susanna Tamaro (Trieste, 1957) parece empeñada en demostrar, desde hace unos años, que esa máxima admite algunas excepciones. Tras La cabeza en las nubes, Para una voz sola y Donde el corazón te lleve, nos llegó la propuesta de Anima mundi, donde volvía a insistir en la indagación retrospectiva como fuente de claridad y conocimiento. Su “historia”, por el contrario, es bastante insípida: un joven llamado Walter, nacido en un hogar conflictivo, cree ver la luz del mundo por los ojos de Andrea, un exaltado seguidor de Nietzsche. Y con tal horizonte espiritual se traslada a vivir a Roma. Acabándose ya la novela, tras una complicada peripecia que no desvelaré, termina encontrando otra luz distinta para su vida gracias a sor Irene, una monja octogenaria que lo redime de sus errores. Como puede verse, es la tópica historia del hombre desgarrado, que no halla su lugar en el mundo y que termina volviendo (nuevo tópico, esta vez moralizante) al redil de los sumisos.Quizá este final sea el gran problema ético, y hasta estético, de la novela, pues nos muestra a una excelente narradora que se está dejando llevar quizá demasiado por la moralina reconfortante. Si Vizcaíno Casas es el tópico-facha, y Vázquez-Figueroa es el tópico-aventura, y Corín Tellado es el tópico-rosa, sería una pena que Tamaro se empeñase en convertirse en el tópico-moraleja, porque supondría empobrecer sus páginas y su trayectoria.Se podría igualmente señalar (varios los críticos lo hicieron cuando la novela salió en España, allá por 1997) que en la obra se vierten sospechosas y abundantes ideas neofascistas, por su sexismo (“Las mujeres, a causa de su fisiología, tienden a mantenerse abajo”), su clasismo (“Hay seres primitivos cuya única finalidad es llenarse la barriga y emparejarse. Por encima de este lodo están los elegidos”) o su racismo (“¿Has visto alguna vez a un negro dirigir una orquesta? Sin embargo, en las competiciones atléticas son los mejores, nadie salta y corre como ellos. ¿Qué nos lleva a pensar esto? Que están más cerca de los leones que de los filósofos”). Pero no hay tal: se trata sólo de un magnífico retrato (tal vez lo mejor del libro) de un joven extremista y megalómano, que Susanna Tamaro borda con pericia exquisita. Ella no es, en principio, la que sostiene tan radicales ideas, sino que lo hace uno de sus protagonistas. ¿O es que se tachó a Ernesto Sabato de asesino, tras publicar El túnel, o a Patrick Süskind de psicópata tras su novela El perfume? Conviene que algunos recuerden las palabras prologales que Juan Manuel de Prada colocó al frente de Las máscaras del héroe: “En este país, al punto de vista se le considera solidaridad del autor con sus personajes”. No caigamos en el ingenuo error de confundir, ya en el siglo XXI, al autor con sus criaturas.
Y una crítica insoslayable, ahora sí, a la editorial. La contraportada del tomo que estoy manejando dice que la novela se lanzó simultáneamente en doce países e idiomas. Eso está bien. Pero tal celeridad no es excusa que justifique la abrumadora cantidad de faltas de ortografía que abochornan el libro. Para citar sólo un caso (el eterno tema de la b y la v). anotaré disparates como Soplava(p.11), levantava (p.30), estava (p.246) o tubiese (p.262). Y les puedo asegurar que es un breve botón de muestra en medio de un catálogo extensísimo.