Podría parecer trivial la reacción del parroquiano de tasca, pero no es así. Ante un asunto que concierne a media población -en un cálculo a voleo- que es dueña de animales de compañía y que, de alguna manera, adquiere obligaciones de respetar normas y derechos reconocidos a sus mascotas, la reacción pone de relieve, a través de los comentarios que genera, un grado de ignorancia e irresponsabilidad alarmante. Es verdad, por supuesto, que ningún ciudadano acoge en su casa a un homínido o gran simio, que son los animales que se reconocen como “persona no humana”, en cuanto sujetos de derecho, a nivel jurídico, por sus especiales especificidades cognitivas y una sensibilidad que evidencia rasgos de cierta conciencia e inteligencia. Pero que no tengamos monos en nuestras casas, sino en los zoológicos, no significa que gatos, perros, pájaros o peces, por ejemplo, no sean merecedores de consideración y respeto en tanto seres vivos y sensibles. Y es este aspecto el que me gustaría matizar.
Sin querer nos delatan nuestros comentarios, porque detrás de las chanzas en bares se oculta una actitud o unas tendencias de menosprecio hacia animales que consideramos inferiores y carentes de derechos, a pesar de ser seres tan vivos como nosotros y con capacidad de sentir dolor, angustia o sufrimiento, pero también afectos y empatía hacia sus cuidadores, a quienes han dado, en innumerables ocasiones, muestras de una fidelidad y entrega inconcebibles. Sin embargo, todavía es bastante común, cada verano, los relatos sobre perros abandonados por sus amos en carreteras y gasolineras mientras partían de vacaciones, caballos reventados por agotamiento o de hambre durante romerías o excursiones ecuestres, galgos colgados de cualquier rama cuando ya resultan inútiles para las carreras y hasta de peces asfixiados en su propia pecera por falta de alimentación o aporte de agua limpia cuando sus propietarios tuvieron que ausentarse un tiempo. Tales comportamientos denotan que algunos propietarios consideran a sus animales de compañía simples artículos de consumo de usar y tirar, sin valorar que sus vidas no son desechables como un objeto y que moralmente están comprometidos en no infligirles ningún sufrimiento innecesario. Máxime cuando la posesión de un animal doméstico obedece a un acto al que no estamos obligados.
Hay que respetar y querer a los animales como son por su condición y, a ser posible, en su entorno natural, sin forzarlos a adaptar sus instintos y sus comportamientos en función de nuestras apetencias o nuestras necesidades de diversión y compañía. Perros, gatos, peces o monos tienen derecho a la vida y a vivirla en el ambiente en el que se han desarrollado y de acuerdo a su condición animal. Ello implica que, gracias a nuestra comprensión del proceso evolutivo por el que la hominización nos transformó de primates en humanos, reconozcamos a los homínidos antropomorfos, por su intelecto y cercanía biológica, como “persona no humana”. Se trata de una manifestación de nuestra inteligencia, un avance moral y una consecuencia de la comprensión de nuestro lugar como especie animal, cuya cúspide ocupamos. En definitiva, un hecho para alegrarse, no para hacer chanzas dando muestras de ignorancia.