El pequeño Cristóbal tardó bastante en hablar. Casi no soltó prenda hasta que cumplió los dos años y despertó su fascinación por los animales. Nada lo sacaba del silencio sino ellos. Como para tantos niños, “totó” fue una de sus primeras palabras (“guau-guau“, la versión favorita de la abuela, le costó varios años más). “Pájado“, llamaba al loro Panchito, tan mudo como él. “Tigue“, explotó mirando al personaje impreso sobre la caja de cereales del desayuno.
Con el tiempo, sin embargo, las asociaciones fueron haciéndose más libres y más atrevidas. “Cherpente“, comentó mirando al cable de la aspiradora. “Edefante“, bautizó a su tío Braulio (140 kilos), causando una gran conmoción. “Pupo”, gritaba cada vez que veía a su primita Emma, la de los achuchones asfixiantes. Las visitas familiares se fueron haciendo cada vez más escasas.
Cuando una tarde exclamó “tibulón” al contemplar al ministro Wert en las noticias, su padre no tuvo más remedio que capitular. “Por lo menos espero que no me salga mariquita”, dijo. Y suspiró.