La aparición del álbum antológico Finest Hour (Verve, 2000) ha contribuido a la coronación, ciertamente tardía, de una de las cantantes de jazz más notables y jubilosas. Con una carrera llena de altibajos, enredada durante ocho años con una droga dura sólo por la necesidad de alejarse del alcohol, y una resistencia superior a la de muchos de sus contemporáneos, O’Day, gracias a este redescubrimiento, sigue musitando insinuaciones con su flexible y ronco timbre.
Cuando empecé a trabajar nuevamente en el Starlite, andaba un poco perdida. Comencé a alternar con todos los personajes del bar: vendedores de droga y sus clientes, no siempre músicos. Eran tipos que querían conocerme porque pensaban que yo tenía dinero. Me invitaban a fiestas donde había mucha droga y bebida. Por supuesto, agarraba unas borracheras de miedo y no puedo jurarlo, pero creo que en un par de ocasiones tragué heroína.
De cualquier forma, era un desastre. En esa época era tan infeliz por aquello en lo que mi vida se había convertido que me volví alcohólica. En dos ocasiones no supe más de mí por tanta cerveza que bebí en lo que llamaban mi camerino. Entonces un día escuché al hijo del dueño, el cantinero, alardeando: “Sí, me la cogí en el cuarto de atrás”. Yo sabía que ese no era mi estilo. Nunca llegué a esos extremos y por muy borracha que hubiera estado, me habría resistido a ese animal de boca tan sucia.
Quien habla es una intérprete que con su voz labró algunos de los álbumes más jubilosos y sensuales del jazz en los años cuarenta y cincuenta; es una mujer que dejó boquiabiertos a miles de espectadores que merced al documental Jazz on a Summer's Day (Bert Stern, 1958), descubrieron que la elegancia y el encanto no eran propiedad de las estrellas hollywoodenses; es una cantante que por carecer de la campanilla de la garganta —un torpe médico se la extirpó junto a las amígdalas— no tenía vibrato y debió entonces fragmentar las melodías en sílabas, lo que le permitió flotar sobre los acordes de manera prodigiosa. Y quien habla también es alguien que de adolescente tuvo que ganarse algunos dólares en maratones de baile (llegó a permanecer un mes en una competencia en condiciones inhumanas); que se enganchó a la heroína y que para alimentarse sólo necesitaba una caja de cereal a la que le vertía un litro de leche; es una vocalista que a sus más de 85 años sigue presentándose en bares y clubes de Los Angeles. Es de las pocas sobrevivientes de la era del swing y es, para quien acceda a sus álbumes, la reina sin trono del scat.
Anita O'Day fue durante muchos años más una referencia bibliográfica que una presencia regular en las discotiendas. Por fortuna, junto a la serie Jazz de Ken Burns, que la presenta en un seductor fragmento del documental de Stern, el sello Verve ha resucitado una zona fundamental de su discografía, primero con las antologías Finest Hour y Ultimate, y posteriormente con la reediciones de And Her Tears Flowed Like Wine, con la orquesta de Stan Kenton, y Time For Two, con el quinteto del vibrafonista Cal Tjader; Columbia Legacy ha hecho lo propio con And Let Me Off Uptown, y está también el excelso box-set The Complete Anita O’Day Verve/Clef Sessions(Mosaic Records), que en nueve compactos consigna una década de grabaciones con 22 pequeños grupos y orquestas donde aparecen intérpretes como el pianista Oscar Peterson y el saxofonista alto Art Pepper.
Más allá de que esa atención sea producto de que en enero de 1997, a sus 78 años, el entonces presidente estadounidense Bill Clinton, a nombre de la Fundación Nacional para las Artes, le entregó una placa, una carta personal y 20 mil dólares como reconocimiento a una vida de logros y de que en noviembre del mismo año ingresó al Salón de la Fama del Jazz, Anita O’Day pertenece a esa estirpe de músicos que, como Ella Fitzgerald, Miles Davis o Charlie Parker, no pueden ser ceñidos a un sólo periodo histórico. Su amplio campo de influencia —advertible en June Christy, Julie London, Chris Connor, Manhattan Transfer y Holly Cole— es prueba de que sus altibajos existenciales no mellaron su calidad en los momentos cimeros y hay una actitud suya que valdría la pena resucitar en estos días en que quien más pierna enseña, más vende, sin importar que su voz sea ordinaria: cuando O’Day llegó a la banda del baterista Gene Krupa, en 1941, ejerció su derecho a ser considerada más que “la cantante” que funcionaba como elemento de ornato y desechó los vestidos de gala, portando entonces una chaqueta oscura, igual que sus colegas masculinos. Desatenta en ese momento al glamour, llevó además su determinación a otro nivel cuando en compañía del trompetista Roy Eldridge grabó “Let me off uptown”, uno de los primeros duetos interraciales de la historia en ser éxito de ventas. Y de hecho, su petición “Blow, Roy, blow!”, que antecede un crispante solo de trompeta, fue malinterpretada por muchas buenas conciencias que no tenían el verbo “soplar” en la cabeza cuando la escuchaban.
No ha sido esa frase la única que en voz de Anita O’Day ha tenido el poder de una antorcha de acetileno. Dado su acento sexy, su perfecta dicción y su apremio nunca dirigido al público, sino a cada uno de sus integrantes (particularmente masculinos), sus interpretaciones destilan una lúdica sensualidad inconcebible en Sara Vaughan o Dinah Washington. Es así que el álbum Swings Cole Porter contiene un vasto catálogo de evocaciones gimnásticas no sólo vocales sino corporales. En “Love for Sale”, por ejemplo, que Washington y más recientemente Dianne Reeves han dotado con un tono melodramático, O’Day le da un pronunciado swing para ponderar su apetito carnal que está en venta (“¿Quién quiere probar mi mercancía?”, pregunta con picardía); en “All of You” su cadencia tiene doble filo, pues las virtudes que del galán enaltece —“lo dulce que hay en ti, lo puro que hay en ti... me gustaría recorrerte”— parecen también enfocadas a los papeles bañados con heroína que en los cuarenta eran populares, mientras que en “I get a Kick Out of You” canta sobre su triste historia adictiva por un hombre, que le causa “pasones” más intensos que el alcohol y sospecha que inhalar cocaína no le haría ni cosquillas frente a lo que ante él siente (Frank Sinatra incorporó este tema a su repertorio, pero discretamente sustituyó la línea “Some they may go for cocaine” por “Some like the perfume from Spain”).
Si bien la imagen de Anita O’Day que más difusión le dio estuvo inscrita en su periodo de adicción a la heroína, la cantante, al menos en apariencia durante esa época, se salvó de los estragos que el alcaloide deja en el cuerpo. Lejos de la autoinmolación pública que distinguió a Charlie Parker, Bill Evans, Billie Holiday o Chet Baker, su proyección vivaz en Jazz on a Summer’s Day, que registró las actividades del Newport Jazz Festival en 1958, fue un feliz recordatorio del be-bop en un momento en que las irrupciones libertarias de Ornette Coleman con el álbum Something Else!!!! advertían nuevos caminos para el jazz, que ese mismo año encontró también empatía con el bop en la novela On the Road de Jack Kerouac. En el filme, alternando con Thelonious Monk y Eric Dolphy, aparece Anita O’Day con guantes blancos, un sombrero ideal para un party garden y un fulgor único que hace de sus interpretaciones de “Sweet Georgia Brown” y “Tea for two” una fiesta en precisa complicidad con el baterista John Poole.
La fórmula para ondear semejante sensualidad y júbilo combinó, de un lado, dureza de carácter, adquirida tanto por su capacidad para hacer ronda con lobos, como por la desconfianza que éstos le inspiraron —dos divorcios y quince abortos hablan de una desequilibrio entre el deseo y la realidad— y, del otro lado, una ingenuidad a veces difícil de percibir y que la llevó, sin embargo, a pensar que una droga podía ser la solución ideal apara alejarla del licor.
Testimonios magníficos de esa simultánea aspereza y blandura en su personalidad aparecen en su autobiografía High Times Hard Times (Limelight Editions, 1981), donde, sin dramatismo ampliado, repasa instantes claves de su vida. La experiencia en torno al primer arponazo de heroína es un ejemplo de esa dualidad:
Estaba fascinada por John Poole. No porque fuera alto, esbelto y apuesto, o porque fuera un magnífico baterista, sino porque nunca tomaba alcohol. Me imaginaba que él tenía un secreto y quería que lo compartiera conmigo. Así que decidí hablarle. Pero la única tontería que se me ocurrió fue ofrecerle un trago.
“Gracias, pero no consumo licor o cigarros”, dijo.
“¿Nunca?”
“Van contra mi religión”.
Era muy serio. Antes de meterse en la música estudió para ser ministro en el Moody Bible Institute en Chicago. Así que le compré un 7-Up, y me habló de cómo idolatraba a (Gene) Krupa y por extensión a mí, y cómo lo desilusioné una vez en San Francisco, durante la guerra, cuando rehusé firmar su platillo y le pedí que dejara de molestarme.
Hablamos de música y me sugirió que empleáramos los tempi de unas tonadas saltonas sobre las baladas y así éstas tendrían más impacto. La mayoría de los vejestorios en el Starlite no lo notaron, pero unos cuantos sí le pusieron atención al experimento. En Los Angeles Daily News, un amigo llamado Bill Brown escribió: “Anita... tiene un nuevo sonido y es mejor que todo lo hecho en el pasado. Está alcanzando notas fantásticas y demostrando un control que es difícil de creer... Tiene una entrega casi reverencial que toca a todos y a todo. Es la voz más emotiva que hemos oído en mucho tiempo”.
Decidí entonces que John era un galán que tenía ideas interesantes. Así que eran dos razones las mías para querer conocerlo mejor: 1) para hablar de música, 2) para saber qué usaba porque no bebía. Y es que Anita la Buena estaba regañándome para que dejara de beber antes de terminar con cirrosis en el hígado.
Un día le dije que fuera a mi motel a cenar. No era un romance lo que yo tenía en mente. Sólo que me había dado cuenta que necesitaba un amigo y John era el candidato ideal.
Llegó con un tocadiscos, el disco “Just Friends” de Charlie Parker —fue un modo sutil de decirme que él tampoco buscaba romance— y un libro para mí. Se lo agradecí, pero le propuse que se llevara el libro. Mi plan no era precisamente sentarme a leer.
“Este no es cualquier libro”, dijo. “Es la Biblia, Anita”. Entonces me platicó que había estado dando vueltas por el club el día que yo iba a llegar, porque deseaba conocerme, pero estaba muerto de miedo ante la posibilidad de que se repitiera nuestra pelea en San Francisco. John tendía a idolatrar a la gente y el hecho de que yo canté en esos discos de Krupa me había integrado a su altar de favoritos. Pero lo que realmente lo puso de cabeza fue que cuando entré al club con ese viejo, Mystokos, John vio a un ángel luminoso a mi lado. Por esa estaba convencido de que debía darme la Biblia.
Esa noche en el motel tocamos el disco de Bird y hablamos sobre mis días con Krupa. Le rogué que me diera una probadita de lo que él usaba, pero no quiso.
“Eres la persona más ‘no’ que conozco desde mi primer esposo”, bromeé. “No bebes, no fumas. ¿Qué haces?”
“Ni tengo sexo extramarital”, añadió.
“¿Y qué? Eso, por mí, está bien. Yo sólo quiero un amigo. Tengo que dejar de beber tanto. Tú no bebes, ¿por qué?”. Acostumbraba fregar a la gente de esta manera hasta que conseguía lo que quería.
“Tengo la ligera sospecha de que tú lo sabes”, comentó.
La tenía y no la tenía, pero seguí rogándole.
Finalmente dijo: “No me gusta lo que se fuma o se bebe. Si no puedo inyectármelo, no me interesa”.
Cuando lo dijo, ya sabía yo que quería probarlo. Lo miré. Él también lo sabía. Pensé que si me iba por esa ruta no terminaría en la sala de un hospital o con cirrosis. De cualquier manera, ya me sentía parte del juego. Al principio, John no dio indicios de quererme meter en ese asunto. Intentó cambiar la conversación. Le rogué. Enloquecí. Le supliqué. Por fin estuvo de acuerdo. No en ese momento, sino después de que su conecte le hiciera la entrega.
A la noche siguiente fuimos a un cuarto que él tenía cerca del club. Una anciana rentaba ésa y otra habitación. Las alquilaba sólo a hombres y tuvimos que entrar a escondidas porque el reglamento prohibía visitas femeninas. Siempre pensé que eso fue irónico porque el sexo era la cosa más lejana de nuestras cabezas. Al principio, John me idolatraba y por lo mismo no pensaba llegarle a su ídolo. Por mi parte, con todos mis abortos, me había alejado del sexo. Al final nos volvimos tan unidos que aquello pudo ser incestuoso.
Una vez en el cuarto, John rompió la ampolleta, preparó las cosas y empezó a calentar esa mierda. La puso en la jeringa y amarró mi brazo. “Te lo juro, Anita, no haría esto. Pero por la forma en que me lo pediste... si no lo hago yo, alguien más lo hará. Y si recibes un arponazo cargado, podrías acabar en la morgue”.
“Párale al sermón y dámela”, le advertí. Lo miré y me di cuenta que estaba realmente atormentado por lo que hacía. El sudor apareció en su frente. Vaciló y entonces hundió la aguja en una vena al lado del brazo.
“¿Por qué allí?”
“Estoy escondiendo la marca. El primer lugar en que los policías buscan es en la parte más clara del antebrazo.
Lo que puso fue una pequeñísima y diluida gota. “¿Eso es todo?”, pregunté. Yo esperaba el resplandor que produce un trago rápido de whisky o algo así.
Mientras tanto, él estaba vaciándose el resto porque ya entonces estaba muy enganchado. Cuando él acabó, empecé a sentirme rebosante. Había una voz insistente en mi pensamiento: “Me he metido heroína, no necesitaré volver a tomar”.
Supe que la heroína era para mí porque no me sentí mal tras lo ocurrido en Long Beach (a finales de los cincuenta pasó un periodo en la cárcel a causa de su adicción) y ya no volví a sentir pena de mí misma. Cuando salí de prisión tenía el pelo tan largo que me cubría la espalda. Un día, en un excesivo arrebato de furia, amargura y lástima me lo corté. Hice muchas locuras como ésa. Pero después de que John puso la aguja en mi brazo, me tranquilicé. Dejé de beber tan pronto empecé a consumir heroína y en los siguientes años difícilmente supe lo que era una borrachera.
La adicción de O’Day fue —si eso es posible— más física que psicológica, y le dio a su vida bastantes incidentes policíacos y también momentos de gran altura musical. Tras irregulares tentativas por distanciarse de las jeringas, a principios de los setenta regresó en plena forma al Berlin Jazz Festival y a mediados de esa década, negándose a ser sepultada por las compañías discográficas, creó su propio sello: Emily.
John Poole, también libre de sustancias químicas, siguió acompañándola en la batería hasta que a mediados de los ochenta el cáncer lo consumió. Su amistad duró 32 años y más allá de que pueda resumirse con comparaciones tipo Bonnie y Clyde, hay que recordarla cuando sobre un escenario o en el estudio de grabación la mancuerna se convirtió en chispa e impulso en temas como “Tea for two”, “Theme there eyes” y “Anita’s blues”, todos incluidos en Finest Hour.
De forma proporcional a su cada vez más duro carácter —proverbial es su rechazo a la prensa, ante la cual se exhibe insolente e indiferente—, en los ochenta su voz comenzó a deteriorarse y, no obstante, desde entonces se ha mantenido empeñada en grabar y ofrecer recitales a los que, devotamente, acuden aquellos que aplaudieron sus colaboraciones con Gene Krupa y Stan Kenton (banda a la que la cantante renunció cuando descubrió que sus integrantes eran unos aburridos que “en su tiempo libre se ponían a leer libros”), y que en su momento le perdonaron sus devaneos pop, localizados entre 1945 y 1950, de los que “Yea Boo” queda, a decir de varios críticos, como uno de los peores sencillos de principios de los cuarenta.
Hoy, luego del cedazo de los años, del reconocimiento hasta presidencial y de la valoración justa de las grabaciones que realizó desde 1952 con la guía del productor y promotor Norman Granz en los sellos Mercury, Clef, Norgran y Verve, Anita O’Day —con su mejor voz— está viva para dar lecciones de donosa temeridad y ocupar, por fin, un nicho mayúsculo entre las cantantes del siglo pasado.
(Esta nota apareció en la prensa en el año 2003. Anita O'Day falleció el 23 de noviembre de 2006.)