Anna Karenina, la obra de León Tolstói, posee en sí misma la esencia del ser humano que bebe directamente de la vida y se transforma en arte a través de sus múltiples páginas. En ella no sólo se proyecta el retrato de una sociedad, tan vasta y desigual, como la rusa, sino que también se dan la mano las pasiones más oscuras y los deseos más puros. Características todas ellas de las que adolece esta nueva versión de Joe Wright, más preocupado por mostrarnos los escenarios en los que se desarrolla la acción, que por incidir en los discursos interiores por los que transcurren las vidas de unos personajes, que andan perdidos en los entresijos de un teatro que no es el teatro del mundo, sino más bien una falsa representación fría, muy fría, del mismo. El genio de Tolstói se diluye como el azucarillo en el juego de fuegos artificiales que Wright nos propone, porque como la sociedad actual, éste huye de cualquier compromiso que no sea el mero entretenimiento, lo que nos lleva a afirmar sin miedo a equivocarnos, que esta adaptación de Anna Karenina nos deja huérfanos de la profundidad y amplitud de sentimientos que posee el ser humano, para llevarnos a lo largo de los ciento treinta minutos que dura la película, por unas vías equivocadas, pues éstas acaban en la típica vía muerta que no va a ninguna parte. Esa falta de paralelismo entre la última razón que mueve a los protagonistas y el paso del tiempo (magníficamente expresado a través de unos trenes que mueven sus ruedas a lo largo de todo el film), nos deja aturdidos, y con la necesidad de preguntarnos dónde se quedó Tolstói cuando entramos al cine.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.