En sus trabajos anteriores, Niccolò Ammaniti (Roma, 1966) ya había utilizado personajes adolescentes, y en este caso coge un puñado de ellos y los sitúa ante sus propios límites. Cualquier lector encontrará aquí alusiones, como retazos de herencia literaria, a la genial “El señor de las moscas” de William Golding. También existen entre ambas grandes diferencias, pero la asociación resulta inevitable.
Estamos en 2020 y una extraña enfermedad asola el planeta: los adultos se contagian y mueren de manera fulminante por un virus conocido popularmente como “La roja”, al que los científicos nos tienen tiempo de encontrar cura y ante el cual sólo los niños parecen ser inmunes. Seguimos los pasos a dos jovencísimos hermanos, Anna y Astor, desde una pequeña localidad siciliana, en busca de la supervivencia.
La vida no nos pertenece, nos atraviesa
Con esta cita, que se encuentra en la recta final, se podría definir “Anna”: esta novela se aferra a la vida con uñas y dientes, lucha con los últimos rescoldos de energía y siempre sorprende con un gesto de empatía y ternura hacia los seres vivos, a pesar de desarrollarse en un escenario desolado y terrible.
Anna, la mayor de los dos hermanos, es la encargada de mantener con vida a ambos. Astor es demasiado pequeño y no recuerda cómo era la vida antes de la desaparición definitiva de los adultos, carece de recursos y ni siquiera su instinto parece ser tan poderoso como el de su hermana mayor. En una de las preciosas reflexiones del libro, Anna se pregunta por qué nunca, en los cuatro años de supervivencia, se le ha pasado ni una sola vez por la cabeza acabar con todo, porque de alguna manera siente que la vida es más fuerte y que tiene el deber de sobrevivir protegiendo a su hermano.
Mientras dura el recorrido por el que les acompañamos, Anna y Astor se encuentran con muchos enemigos y tan solo con dos aliados, que resultan claves para que esta novela concentre los lazos de afecto más arcanos e indestructibles: de alguna manera, ahí está el amor animal, el amor romántico y el amor fraternal.
Se trata de una obra de ficción distópica, en la que el autor fuerza las tuercas de todos los límites para manejar a placer a sus personajes por un escenario devastado y, ahí, hacer crecer los brotes de todo lo que se le antoje.
Estómagos sensibles, abstenerse
Tenemos aquí representado lo mejor y lo peor del ser humano, ligeramente desdibujado por la inocencia de unos personajes demasiado jóvenes para que la madurez los haya corrompido, pero a los que sin embargo acucian las necesidades fisiológicas más inmediatas: tienen hambre y van a hacer cualquier cosa para comer, los niños también albergan un salvaje en su interior.
Esta no es una novela ante la que quepa hacer remilgos. Ya aviso de que, a pesar de contener un sinfín de escenas muy tiernas, todas ellas están teñidas de aridez, suciedad e instinto. Además, Niccolò Ammaniti no vacila al incluir fragmentos absolutamente sórdidos, y se regodea al describir escenas tan desagradables como la descomposición de cadáveres o los estados en los que se encuentran los enfermos desahuciados. La preciosa imagen de cubierta puede llevar a engaño, ya que se centra en representar la esperanza con esa mariposa que es un símbolo de vida dentro de la novela, pero esconde toda la crueldad que espera entre las páginas a los lectores desprevenidos.
Todo estaba envuelto en un halo borroso en el que se producían fogonazos que iluminaban dos Annas, una que se agitaba desesperada y otra que la observaba en silencio.
Como decía, los niños son crueles. El mundo de repente es un patio de colegio sin barreras, sin adultos y sin normas. Las peleas se suceden y no hay lugar para la delicadeza. Algunos pequeños como Anna y Astor siguen su camino solitarios, pero otros se unen en complicados clanes de organización piramidal, y protagonizan algunos de los fragmentos más impactantes y apocalípticos del libro, a pesar de que la credibilidad se sostenga en ocasiones sobre gigantes construidos con restos de esqueletos humanos y dotados de movimiento por enjambres de pequeños desnudos y pintados de azul.
Los límites de la supervivencia
Anna se encuentra en situaciones límite en muchas ocasiones: tantas, que llega un momento en el que hasta el lector más fácil de introducir en una trama, puede llegar a plantearse algunas dudas. Y es que un mundo sin luz ni agua corriente, sin nadie que provea a los niños de los alimentos y medicinas adecuadas y, lo que es peor, infestado de cadáveres en descomposición y de animales salvajes desesperados en busca de comida, no es el escenario ideal para que los niños sobrevivan: no al menos durante demasiado tiempo.
No se dice, pero se puede dar por hecho que muchos niños también han muerto, si no por el virus ante el que son inmunes, sí por inanición o asaltados por otras mil enfermedades. Las historias fantásticas que Anna inventa para que su hermano no sufra, pronto dejan de tener la capacidad de protegerle ante una realidad que se les impone.
Aunque se trata de una ficción futurista, no hay elementos fantásticos y por tanto el lector se cuestiona todo: los kilómetros recorridos en esas circunstancias, la exagerada escasez de alimentos que los protagonistas ingieren… la credibilidad se tambalea en ocasiones, pero a la vez que Anna y Astor siguen su camino tan errante como incierto, el lector se ve atrapado en una trama que poco a poco le deja de provocar suspicacias: la narración es lo suficientemente fluida e intrigante como para que las dejemos a un lado y queramos seguir leyendo, y esa es una de las grandes proezas de esta novela.