Año 2021. Los atacantes, en su mayoría niños y adolescentes, cruzan la frontera ante la presencia de los soldados españoles que intentan evitarlo sin disparar sus armas, defienden “una posición española en Ceuta”, la playa del Tarajal.
Estamos ante una crisis humanitaria o ante una maniobra de un rey sátrapa e infame que utiliza a su pueblo como carne de cañón en función de sus intereses.
Cien años después seguimos allí, seguimos en África, defendiendo nuestras ciudades que, por su posición geográfica, han estado presentes en la historia desde los remotos tiempos en los que fenicios y cartagineses ya vieron en ellas lugares ideales para comerciar y asentarse, dada su estratégica posición.
Ceuta y Melilla, la Rusadir fenicia, existían mucho antes de que naciones como España o Marruecos fueran siquiera un proyecto.
Al margen de las reivindicaciones de propiedad y del derecho de soberanía que en la dilatada y conflictiva historia de las dos ciudades se han repetido a través de los siglos, la realidad es que desde 1580 Ceuta, y desde 1556 Melilla, han sido dos plazas españolas.
Ese hecho fue el que facilitó que, a principios del siglo XX, nos viéramos inmersos en el juego de intereses de las potencias europeas en el norte de África, que acabó desembocando en la creación del Protectorado español dentro de lo que era la zona de influencia francesa en Marruecos.
En 1912 se firmaba el tratado de Fez en el que el Sultán, incapaz de controlar su propio país, cedía la soberanía a Francia haciendo de él un Protectorado.
Pero las presiones de las otras potencias europeas que pugnaban por conseguir territorios en África para seguir con su expolio colonial, hicieron que Francia cediera parte de su zona de influencia, en una especie de subarriendo a otra potencia menor, que no significara una amenaza para Alemania e Inglaterra ya que no veían con buenos ojos el control del Estrecho por parte de su competidor francés.
Así apareció España en escena, recibiendo algunos territorios en el norte de Marruecos que, unidos a las plazas españolas de Ceuta, Melilla, Alhucemas y Vélez de la Gomera, formarían el Protectorado Español.
En aquellas tierras, el humillado ejército español vio la oportunidad de redimirse de sus derrotas en la América colonial y unos pocos empresarios de las élites pensaron en el enriquecimiento que les podían aportar las oportunidades económicas de la zona, a la postre traducidas en explotaciones mineras con el afianzamiento de la “Compañía Española de Minas del Rif”, que ya se había fundado en 1908.
A la cabeza de todo, el mismísimo Alfonso XIII, asociado en las empresas y colocando a generales de su camarilla en los puestos relevantes.
Aquel territorio entregado a España para colonizar era sin duda un regalo envenenado.
Los habitantes de la zona norte colindante con Melilla eran aguerridos bereberes rifeños que nunca se habían considerado súbditos del rey de Marruecos y, por lo tanto, ni aceptaban el acuerdo de Fez ni mucho menos iban a permitir ser invadidos por un ejército extranjero como el español con el que llevaban décadas de enfrentamientos dada su posición en Melilla, y al que ya habían infringido alguna humillante derrota como la que acabó en 1909 con más de 100 españoles en el Barranco del Lobo.
En el verano de 1921 el General Silvestre, estacionado en Annual, a unos 90 Km de Melilla en pleno territorio rifeño tenía como propósito avanzar hasta la bahía de Alhucemas, considerado un lugar estratégico para dominar todo el territorio.
Nombrado Comandante General de Melilla en febrero de 1920, su máxima aspiración era pacificar todo el Rif.
El objetivo parecía al alcance tras el rápido avance de las tropas españolas hasta Annual. Sin apenas resistencia, el territorio parecía asegurado por un rosario de pequeñas posiciones que se habían establecido entre los dos puntos y por los acuerdos que se habían ido alcanzando con los jefes de las diferentes cabilas con los que se establecía una relación de respeto y una serie de compensaciones económicas.
Ahora sólo quedaba avanzar hacia Alhucemas para someter de una vez al más belicoso de los enemigos, Mohamed Abdel Krim, de los Beni Urriaguel, antaño una de las cabilas más pro españolas.
Así se enlazaría con las fuerzas procedentes de la zona occidental, con lo que se podría dar por totalmente controlado el territorio español del Protectorado. El 1 de Junio se tomó el monte Abarrán, posición que dominaba la bahía, pero rápidamente fue reconquistado por las fuerzas rifeñas.
La respuesta del Ejército español fue tomar otra posición avanzada en el monte Igueriben, que no tardó en ser sitiada por los cabileños. El desenlace de aquel asedio fue la mecha que prendió, para provocar el posterior desastre.
Pero quién era ese hombre que lideraba a aquellos rudos hombres, armados con fusiles Lebel, y con terribles gumías al cinto. Muhammad Abdel Krim El Jatabi, era hijo de un cadí rifeño del clan de los Beni Urriaguel abiertamente pro español, que se educó en centros de nuestro país y estudió incluso en la Universidad de Salamanca.
Trabajó para la Administración española en Melilla y colaboró con el periódico El Telegrama del Rif, nombrado muy joven cadí de Melilla, con 32 años ya era Cadí de Cadis (juez de jueces para los musulmanes). Hombre muy instruido e integrado, llegó a solicitar la nacionalidad española, que no le fue concedida. El estallido de la Primera Guerra Mundial cambió su vida de forma radical, al alinearse el Imperio Otomano (cabeza del islam) con Alemania.
Francia, que compartía el Protectorado con España se convirtió en su enemigo y el incómodo Abdel Krim acabó siendo detenido por España a instancias de los franceses. Internado en el fuerte de Rostrogordo intentó escapar rompiéndose una pierna, lo que le produjo una cojera de por vida.
En 1918, al acabar la guerra se refugió en Axdir, su ciudad natal, y adonde también acudió su hermano Ahmed desde Madrid, donde estudiaba Ingeniería de Minas. A partir de ese momento toda su actividad se centró en intentar unir las cabilas para conseguir un objetivo común, crear una república independiente rifeña y liberada de los invasores franceses y españoles.
El 21 de julio aquel arrogante general español de estirados bigotes y fajín rojo fue testigo desde Annual, después de infructuosas intentonas de socorrer a los hombres asediados en Iriguiben, del último mensaje suicida del comandante Benítez. En él instaba a disparar sobre su propia posición ante la imposibilidad de contener a las fuerzas enemigas y el general Silvestre vio cómo miles de rifeños, como si de una marabunta se tratara, la asaltaban exterminando a todos los defensores.
A partir de ahí, la indecisión, el pánico de verse acorralados, la realidad de la situación de unas tropas mal pertrechadas y de una posición demasiado expuesta que se hacía imposible de defender. Ésto unido a la noticia de que un nutrido ejército se dirigía hacia ellos formado por las harcas de las diferentes cabilas, que ante la posibilidad de obtener su botín se habían unido a la de Ab del Krim, aceleró la decisión de abandonar Annual para replegarse.
Pero todo ya estaba perdido, los miles de hombres que fueron organizados para realizar una retirada ordenada hacia Ben Tieb, fueron imposibles de contener cuando el hostigamiento de los cabileños apostados en las inmediaciones se fue haciendo más intenso. El estrecho paso de Izumar, que era la única salida de aquel valle, se convirtió en una ratonera y el pánico provocó una auténtica desbandada.
En Annual quedó el general Silvestre defendiendo lo indefendible y nunca se supo realmente cual fue su final, aunque la versión que más se extendió fue la de su suicidio, consciente de lo irremediable de la situación.
Antes de que comenzara el desalojo, se despidió de su hijo, el alférez de Regulares, Manuel Silvestre, al que mandó hacia Melilla en un “rápido”, uno de aquellos vehículos que algunas familias pudientes donaban a las unidades militares con la condición de que sus hijos se pudieran beneficiar de ellos.
Con la complicidad de muchos de los militares nativos, de la Policía indígena y de los regulares que no tardaron en volver sus armas contra el ejército al que servían, la retirada se fue convirtiendo en una carnicería. Vehículos y caballerías arrollaban a los enfermos y heridos mientras las columnas de hombres eran tiroteados por todas partes y muchos se despeñaban por los barrancos.
Los supervivientes que llegaron a Ben Tief, ante la imposibilidad de permanecer en una posición insegura, y que no tenía capacidad para acogerlos, continuaron su peregrinaje presos del pánico hacia Dar Drius unos 10 Km más al este.
En aquel lugar se agolparon aquella tarde miles de hombres extenuados después de una carrera desesperada en la que habían perdido a muchos de sus compañeros por el camino. Protegidos en el último tramo del trayecto por los escuadrones de caballería del regimiento de Alcántara, los supervivientes pudieron llegar a su destino, un campamento mejor protegido. Los hombres que defendían Ben Tief también llegaron hasta allí y contemplaron en la lejanía el humo, sinónimo de la destrucción y el pillaje que se estaba produciendo.
En principio, dada la configuración de Dar Drius, con un buen abastecimiento de agua, y con munición y víveres relativamente abundantes la primera opción que se barajó fue la de quedarse allí y resistir el tiempo necesario a los ataques de un enemigo cuya fortaleza se desconocía.
Es el Teniente Coronel Eduardo Pérez Ortiz, “nuestro paisano mirandés”, del Regimiento de San Fernando, quien así opinaba, “el campamento de Drius, hecho exclusivamente por mí y San Fernando, es la casa del Regimiento. Nos consideramos en él tan seguros como en Melilla”.
Pero la llegada del General Navarro lo cambió todo. Desplazado desde Melilla e informado en Drius de la dramática retirada de Annual y de sus consecuencias, desaparecido Silvestre, se convertía en la máxima autoridad militar.
Su intención estaba clara, pretendía continuar con el repliegue y, aunque en un primer momento algunos oficiales que habían sufrido la desbandada estuvieron a punto de hacerle cambiar de opinión, la llegada de unos pocos supervivientes de Cheif, otra posición atacada al oeste, le hizo tomar la decisión de replegarse hacia Batel, donde se iniciaba el trazado de la vía de tren con dirección a Melilla.
Allí empezó un segundo Vía Crucis para aquellos 5.000 hombres, 2.000 de ellos indígenas que formaban parte de los regulares y de la Policía que después de 6 días llegaban al fuerte de Monte Arruit, tras permanecer atrincherados en Batel y Tistutin, sufriendo el hostigamiento continuo, no sólo de los pacos (éste era el nombre con el que se denominaba a los tiradores moros por el “pac pac” de sus fusiles) que les disparaban continuamente, sino de los habitantes de las diferentes cabilas, muchas de ellas amigas hasta aquellos días pero que oliendo la sangre del invasor y viendo su debilidad se habían alzado ansiosos de botín.
El día 25 de julio en Dar Quebdani, al norte de Drius donde un contingente de alrededor de 1.000 hombres defendía el blocao, se produjo un hecho que marcaría la pauta en posteriores rendiciones.
Después de varios días de asedio y a pesar de que al Coronel Araujo, jefe de la posición se le ordena replegarse, éste opta por no hacerlo y en un lugar donde el agua es un bien escaso, cuando el servicio de aguada se hace imposible, la situación se torna insostenible. El coronel acaba aceptando la oferta de rendición a condición de que se deje evacuar la tropa hacia Melilla.
Cuando los españoles entregan las armas y los oficiales son apartados por los líderes rifeños, se produce la masacre, los soldados son cazados como conejos y asesinados vilmente a pesar de sus súplicas, hasta las mujeres entran a rematar a los heridos, machacando sus cráneos para después expoliar los cadáveres arrancándoles los dientes en busca de piezas de oro, no hay piedad.
Solo unos pocos se salvarán pagando por sus vidas, el sargento Basallo, testigo de aquel infierno que una vez liberado fue convertido en héroe por sus actuación durante el cautiverio, piensa sin duda que los jefes y oficiales compraron sus vidas dejando a sus hombres a merced de la ira de aquéllos salvajes.
Mientras, la columna que escapaba de Drius fue diezmándose y debilitándose progresivamente, a pesar de esfuerzos heroicos como el que realizó el Regimiento de Alcántara que, comandado por el Teniente Coronel Fernando Primo de Rivera, cargó hasta la extenuación, una y otra vez, para facilitar el paso de la columna por el río Igan. Después de la última carga a pie, el 90 por ciento de los 700 jinetes habían dado su vida para proteger a sus compañeros.
Fernando Primo de Rivera sobrevivió aquel día para perecer el 6 de agosto en Monte Arruit por la infección de las heridas que le produjo la explosión de un obús por el que hubo que amputarle el brazo izquierdo.
La llegada de los supervivientes a Monte Arruit fue caótica, el pánico de los soldados era terrible. La fortaleza estaba cercada desde el día 24 y los que fueron llegando en su desesperación abandonaron por el camino gran parte del material que transportaban. Tres piezas de artillería con toda su munición y sin inutilizar quedaron a 200 metros de la entrada y una vez en manos del enemigo fueron claves para agravar la situación de los sitiados.
Cerca de 3.000 hombres quedaron dentro del recinto, extenuados, muchos heridos con apenas víveres y sobre todo sin agua de la que debían abastecerse saliendo a buscarla, cambiando como en tantas posiciones su sangre por el preciado líquido.
Unos 16 km en dirección a Melilla se situaba el aeródromo de Zeluan y siguiendo la línea del ferrocarril Nádor.
En los dos lugares quedaron cercados contingentes de soldados y en Zeluan también un nutrido grupo de civiles.
La esperanza de todos ellos estaba puesta en la ayuda que desde Melilla habría de llegar.
Pero una Melilla desguarnecida se veía amenazada por lo que la prioridad del Alto Comisionado del Protectorado fue su defensa. El general Dámaso Berenguer, que se vio totalmente sobrepasado por los sucesos de Annual, pedía ayuda desesperada a la península.
Con una población aterrorizada esperando a las tropas en el puerto, la llegada de los primeros convoyes militares estabilizó la situación, sobre todo cuando por fin el Tercio de la Legión, constituida una año antes, desfiló por el centro de la ciudad al mando del teniente coronel Millan Astray. Las fuerzas se desplegaron en los alrededores de la ciudad pero nunca recibieron la autorización para auxiliar a los sitiados en Zeluan, Nador o Arruit.
El 2 de agosto los poco menos de 200 asediados en lo que había sido un fábrica de harinas en Nador, se rendían a Hamed-Ben Hamed, jefe de una fuerza asaltante formada por unos 3.000 rifeños.
Habían aguantado 10 días y ya sin víveres ni agua y escasos de municiones la situación se hacía insostenible. Con el hedor insoportable de una decena de cadáveres de compañeros muertos y unos 50 heridos sin poder atender se pactaba con el líder de la partida mora la rendición a condición de que sus vidas fueran respetadas. El líder del harca respetó el acuerdo y la fuerza desarmada se dirigió con sus heridos hacia el Atalalayón, la base de hidroaviones situada junto a Melilla.
En Zeluán todo acabó el 4 de agosto. Allí, junto a una alcazaba, se había construido un pequeño aeródromo que servía de base a los aeroplanos de la incipiente fuerza aérea española. Hasta aquel lugar, el mismo día 22 había empezado a llegar un gran número de soldados, muchos de ellos heridos y aterrados, contando las atrocidades que habían sufrido en la desbandada que se había producido al caer sus posiciones.
Para el día 24 ya había más de 600 personas refugiadas prácticamente en mitad del desierto, entre ellos 100 civiles hombres, mujeres y niños, la mayoría apiñados en el interior de la fortaleza árabe y el resto en la zona del aeropuerto, con escasa defensa, entre éstos se encontraban cerca de 30 supervivientes del Regimiento de Caballería de Alcántara.
Pero el día 25 sucedió lo que se había repetido a lo largo de todo el frente, las fuerzas indígenas integradas en el ejército español, ante la proximidad de los atacantes y temerosos de las represalias que estos pudieran cometer con ellos al considerarles traidores, intentaron desertar en masa, lo que provocó el enfrentamiento con los españoles que, intentando impedirlo, acabaron tiroteándose mutuamente. Al acabar la jornada, la fuerza defensora se había reducido a unos 400 efectivos rodeados ya por miles de rifeños que habían llegado hasta allí.
La defensa del aeródromo se antojaba un imposible porque apenas existían parapetos para protegerse, pero los hombres que allí resistían tenían a su favor que no carecían de agua y que, con el sacrificio de alguno de los caballos del regimiento de Alcántara, podían combatir el hambre. Pero, poco a poco, y a pesar de la fiereza con la que lucharon y el alto número de bajas que infringieron al enemigo, a los nueve días después de haber sido diezmados y ante la imposibilidad de resistir más, prendieron fuego a las instalaciones y a los aviones y los pocos supervivientes se refugiaron en la alcazaba.
La precaria fortaleza tenía en su contra la que a la postre se reveló como el mayor de los errores cometidos en aquella campaña, la escasez de agua. El pozo del que se abastecía estaba fuera de los muros y el servicio de aguada se convirtió en un acto heroico, sangre por agua, como en tantos otros lugares, hasta que una vez posicionado el enemigo alrededor del pozo ya se convirtió en un imposible. Los defensores del aeródromo incluso llegaron a abastecer con dos camiones cargados con agua el día 31 a la alcazaba, pero una vez destruidos éstos por el enemigo cuando regresaban al aeródromo, se perdió la esperanza.
El día 3 el capitán Carrasco, ante lo insostenible de la situación y la promesa del caíd Ben Chelal, que lideraba a los cabileños, de que si deponían las armas sus hombres se podrían retirar a Melilla sin ser atacados y de que se respetarían la vida de todos los civiles, se produjo la rendición.
Una vez desarmados, los soldados fueron despojados de sus correajes, sus ropas y todo lo que fuera de valor para los rifeños. Alineados, casi desnudos, a empujones y culatazos los llevaron hacia un caserón cercano y allí fueron tiroteados sin piedad, rematados a cuchillo en el suelo y cazados a caballo los que intentaron huir. Los pocos supervivientes fueron quemados vivos en el caserón, mientras en la alcazaba se acababa con la vida de los civiles.
Para rematar la masacre, los oficiales, el capitán Carrasco y el teniente Fernández, atados uno junto al otro, después de recibir varios disparos, fueron quemados vivos.
Acababa así una jornada de traición y sangre, preludio de lo que estaba por venir, muchos de aquellos verdugos se dirigieron a reforzar el asedio de Monte Arruit.
Desde el 24 de julio resisten en la fortaleza de Arruit las fuerzas que allí se refugiaron. Eran cerca de 3.000 pero diezmados, después de 10 días la situación es desesperada. Han podido ver el humo de la destrucción de Zeluán y el polvo de los caballos de los que se acercan a reforzar las fuerzas moras que los cercan, por lo que sus esperanzas prácticamente se desvanecen.
En el interior, desde el día que llegó con las fuerzas del general Navarro, nuestro paisano mirandés, el Teniente Coronel Eduardo Pérez Ortiz, del regimiento de San Fernando, sobrevivirá milagrosamente y actuará como fedatario de lo que allí ocurrió, publicándolo en su libro “18 MESES DE CAUTIVERIO, DE ANNUAL A MONTE ARRUIT”.
Gracias a él podemos conocer cuál fue la situación que se vivió aquellos días, cómo se organizó la defensa, cómo se sufrió la impotencia ante el continuo acoso y los bombardeos realizados con las piezas de artillería que habían sido abandonadas por nuestro ejército. Cómo iban cayendo soldados y oficiales bajo las balas y los obuses sin poder ser atendidos ante la falta de medios, la incapacidad de enterrarlos. Cómo la escasez de agua se convierte en el mayor de los problemas y la historia, tantas veces repetida, en los fuertes y blocaos, hace que la realización de las aguadas sea una tragedia cotidiana.
Nos describe la impotencia ante los inútiles intentos por ser socorridos desde el aire con vuelos que arrojan hielo que se destroza y no sacia su sed, municiones que al caer se inutilizan y panecillos que la mayoría de las veces caen en mano del enemigo “pájaros del gobierno tiran pan pal moro”.
La ilusión vana que en algunas ocasiones se despierta al llegar entre los paquetes de los aviones algunas noticias que hablan de la llegada de miles de refuerzos a Melilla que sin duda acudirán en su ayuda. De los mensajes de los heliógrafos que nunca confirman esa ayuda y que se reciben incluso del rey animándoles a resistir expresándoles el orgullo que la Patria siente por su heroico valor.
Bendita patria que les lanza migajas y les abandona en vez de soltar bombas contra el enemigo para darles a ellos una oportunidad.
Vergüenza es lo que Eduardo Pérez siente y transmite en sus palabras, ante una patria que les abandona y que no entiende cómo no se les puede socorrer estando a solo 25 Kilómetros de Melilla.
Con su mirada somos testigos de cómo una vez acabada el agua, sin posibilidad de obtener más, con una tropa difícil de contener, el general Navarro, herido en una pierna, entabla conversaciones con los líderes rifeños y el día 9 le comunica personalmente que prepare sus fuerzas del San Fernando para la entrega de armas y traslado de los heridos y enfermos, porque ellos serán los primeros en abandonar la posición.
Lo que después nos narra el Teniente Coronel, es cómo organizó la salida de sus hombres de la mejor de las maneras posibles para evitar desbandadas y evitar dar excusas al enemigo para cometer alguna agresión. Pero cuando se dispusieron a salir desarmados, portando a los heridos y dejando atrás la protección del fuerte, la turba de moros que hasta ese momento les observaba nerviosa pero contenida por sus jefes, se convirtió en horda irrefrenable.
El es golpeado y siente cómo le arrebatan su pistola, sus prismáticos y correajes y es zarandeado entre una turba de hombres y caballos que penetran en el recinto y soldados que intentan escapar. Es consciente de que todo está perdido y, aunque entonces no conocía la tragedia de Zeluán, allí se iba a producir el mismo desenlace, igual que en Dar Quebdani y en otros lugares.
El odio, la sed de venganza y la sin razón rompieron cualquier pacto y miles de españoles, después de 19 días fueron masacrados en una orgía de sangre y traición.
Eduardo Pérez Ortiz, se salvó milagrosamente y ni siquiera fue testigo directo de la barbarie que se cometió. Abatido en el suelo, esperando un certero balazo o el frío acero de una gumía que acabara con su vida, vio como un moro a caballo se acercaba a él y tendiéndole la mano lo sacó de aquel caos hasta montarle en su caballo y bajo una lluvia de disparos consiguió huir con él.
No era altruista la intención de aquel hombre, las estrellas que le identificaban como oficial dieron valor a su vida y el moro que ya teniéndole a su grupa le iba pidiendo flus (dinero), vio una buena posibilidad de obtener botín.
Su odisea posterior que le llevó a un cautiverio de año y medio se plasma en su libro que se convirtió en todo un documento para entender lo que sucedió.
Este mirandés que entró en el ejército como trompeta, con 19 años y se jubiló en 1929 como Coronel, con 64 años, después de participar en las campañas de Cuba y Puerto Rico y en el norte de África, entró en política presentándose a las elecciones municipales de 1931, con el grupo republicano socialista llegando a ser alcalde de Ceuta. Murió en Melilla en los años 70 con casi 90 años, un personaje poco conocido que sin duda vivió de cerca algunos de los momentos más dramáticos de nuestra historia.
En Monte Arruit el 9 de agosto de 1921, con la matanza de cerca de 3.000 hombres, se firmó el epílogo de lo que se vino a llamar, para los españoles, el Desastre de Annual.
En aquellos poco menos de veinte días que comenzaron con la caída de Iriguiben, el día 21 de julio, más de 10.000 soldados y oficiales españoles perdieron la vida junto con varios miles de soldados indígenas integrados en nuestro ejército.
Para alrededor de 500 hombres comenzaba un cautiverio de año y medio, en el que unos 150 morirían, fruto de las penosas condiciones de vida y el trato que recibieron.
Utilizados como moneda de cambio por sus captores, en una España partida entre los que buscaban responsabilidades y querían cerrar la herida rescatando a los supervivientes y los que clamaban venganza y se negaban a pagar.
No fue hasta el 27 de enero de 1923, y tras la constitución de un Gobierno de Concentración Liberal, cuando los 357 hombres supervivientes embarcaban en el buque Antonio López hacia Melilla, rumbo a su libertad. Entre ellos, Eduardo Pérez Ortiz, que llevaba consigo las notas tomadas en su cautiverio.
Para llegar a aquel momento fueron necesarias muchas horas de negociaciones, con la intermediación del diputado republicano, propietario del diario El Liberal de Bilbao y constructor naval, Horacio Echevarrieta.
Al final, se pagaron más de cuatro millones de pesetas y se liberaron unos 100 prisioneros enemigos.
“Parece resultar muy cara la carne de gallina”
Así recibió Alfonso XIII la noticia de la liberación de los soldados por semejante cantidad de dinero. Aquel “bendito rey” que el verano en que aquellos hombres se consumían por la sed y las enfermedades, mientras miles de cadáveres de sus súbditos insepultos seguían pudriéndose al sol y el país atravesaba por una de las mayores crisis políticas de su historia, disfrutaba de una vida de lujo y placer en las costas de Normandía, acompañado de sus amigos de correrías.
A la larga, el Borbón al que algún político a modo de elogio llegó a apodar como “El Africano”, no pudo escapar de la fractura que la tragedia de Annual significó para la sociedad española.
El expediente encargado al general Picasso, en el que documentó durante 7 meses la situación que se vivía en Melilla y la auténtica magnitud del desastre además de sacar a la luz la corrupción generalizada, la dejación de funciones por parte de muchos oficiales, el inadecuado armamento y las pésimas condiciones en la que sobrevivían los soldados con una falta total de previsión en el abastecimiento de agua, también implicaba indirectamente al propio rey Alfonso XIII en las malas decisiones tomadas.
Solo el hecho de que se produjera un golpe de Estado el 13 de septiembre de 1923 por parte del General Primo de Rivera, con el beneplácito real pudo parar las consecuencias que, se hubieran derivado para el monarca en aquel momento.
En 1931 con la caída del sucesor de Primo de Rivera, el general Berenguer, precisamente el Comisionado del Protectorado marroquí en los días del desastre, el pueblo español le cobro su deuda con el advenimiento de la República.
El terrible episodio de aquel verano de 1921 en realidad sólo supuso un paréntesis en la aventura africanista española, los territorios, una vez superado el shock inicial, se volvieron a reconquistar.
El afán de venganza o la necesidad de borrar el recuerdo de la matanza cuanto antes hicieron que se tomaran medidas drásticas y terribles represalias, como bombardeos con gases tóxicos a poblaciones civiles indiscriminadamente, una infamia que no se puede negar y que historiadores y periodistas han documentado ampliamente.
Las cabilas se doblegaron y la aventura republicana de Abd el-Krim sucumbió del todo cuando tuvo la osadía de atacar a su gran enemigo francés en abril de 1925 causándole graves pérdidas y situándose a 30 Kilómetros de Fez.
Aquello provocó una alianza franco-española en su contra, que culminó con el desembarco de Alhucemas, el 8 de septiembre, comandado por el General Miguel Primo de Rivera que terminó con la rebelión en pocos meses.
Abdel Krim, acabó preso en la isla francesa de La Reunión, de donde escapó en 1947 para refugiarse en El Cairo donde murió en 1963, convertido en un referente de muchos revolucionarios del siglo XX.
El ejército español integró a gran parte de los rifeños en sus filas, como ya venía haciendo antes del desastre. Sus batallones de regulares fueron la espina dorsal de nuestras Fuerzas Armadas en el Protectorado y para los militares que los mandaban, África siguió siendo el trampolín de sus carreras.
No fue casual que nombres como Emilio Mola, Francisco Franco, Millán Astray, Manuel Goded, Enrique Varela o Queipo de Llano, que habían ascendido en el escalafón militar al calor de las campañas africanas, agraviados por las reformas republicanas, encabezaran el golpe de julio del 36, que acabó con la legalidad democrática en España.
Y como punta de lanza de aquel ejército golpista, miles de hombres del Rif, que cruzaron el estrecho para matar de nuevo españoles y morir como carne de cañón, esta vez en otra guerra que a ellos no les importaba.
Hoy, 100 años después, el centenario de Annual, enterrado bajo un manto de incómodos silencios, ha pasado casi desapercibido.
La restaurada monarquía, bajo una capa de modernidad intenta enterrar lo inolvidable, en un hipócrita intento de dejar atrás sus raíces y de que no se la relacione con los hechos que sirvieron de puntilla para una institución anacrónica que paradójicamente fue puesta de nuevo en la cabeza del estado por los golpistas que forjaron su poder con la sangre de los que perecieron en África.
La derecha, con su miope visión de la Patria, incapaz de encajar derrotas y reconocer errores cometidos, limitándose al recuerdo de héroes militares en el campo de batalla.
Y la izquierda mojigata intentando alejarse de cualquier atisbo de patrioterismo mal entendido, olvidando a los miles de hombres anónimos masacrados en el Rif.
Hagamos un poco de memoria, y recordemos en su centenario, a los españoles, que arrastrados a una muerte absurda, fruto del despiadado colonialismo y de las ambiciones personales de unos pocos, dejaron un vacío y un dolor inmenso en todos los pueblos de España. Y no dejemos pasar una fecha que sin duda marcó en gran medida el devenir de los acontecimientos que se sucedieron posteriormente y que nos arrastraron a un terrible enfrentamiento civil.
Sin aquel desastre posiblemente nuestra historia hubiera sido otra.