Hace unos días me crucé por la calle con una chica que estaba literalmente en los huesos. Se me heló la sangre. Tuve una sensación de desconsuelo, de compasión, que me trasladó a muchos años atrás, cuando yo misma pasé por un episodio semejante. Hoy en LMDM por fin me he decidido a contaros mi propia experiencia con la anorexia.
Anorexia y Yo: El día que Dejé de Comer
Yo estaba en la universidad y salía con un chico, llamémosle M. Por hacerte corta la historia la resumiré de la siguiente manera: M siempre, desde el principio, dejó muy claro lo que sentía por mí; era esa clase de amor romántico lleno de cartas, de regalos, de apodos cariñosos. Pero una nochevieja que había quedado en ir a recogerme a casa para ir juntos a una fiesta, no apareció. De hecho desapareció. Al día siguiente, 1 de enero, yo dejé de comer.
Los Largos Meses que Siguieron a Ese Día
Es curioso y a la vez increíble cómo la anorexia consigue cambiarte por completo la percepción de la realidad de tu cuerpo, la imagen que yo tenía del mío en ese momento estaba totalmente distorsionada. Tanto, que a día de hoy sigo sin tener ningún recuerdo de mí misma convertida en un esqueleto andante. Pero sí recuerdo las siguientes cosas:
Recuerdo que muchas noches no podía dormir porque me clavaba los huesos.
Recuerdo tener mucho frío.
Recuerdo contarme encantada las costillas.
Recuerdo un día que me desmayé en casa.
Recuerdo contar las calorías de tres aceitunas.
Recuerdo un estado constante de alerta para trampear con la comida.
Recuerdo un estado de actividad frenética: iba a clases por la mañana, llegaba a casa, comía (obviamente es un decir), me subía a la bicicleta estática y pedaleaba como si no hubiera un mañana y después me iba corriendo a dar clases de inglés a un grupo de niños, volvía, estudiaba, si podía me volvía a subir a la bici,...
Recuerdo montarme en dicha bicicleta a escondidas, para que no me viera nadie.
Recuerdo a mi padre obligándome a bajarme de ella.
Recuerdo pesarme todas las semanas y felicitarme por cada kilo perdido.
Recuerdo dejar de ir a pesarme a la farmacia que había al lado de mi casa. La dueña conocía a mis padres y en una ocasión les comentó su preocupación por mi rápida pérdida de peso; mi madre aprovechó para intentar hablar conmigo del tema y yo -enfurecida por dentro con la farmacéutica- decidí que no volvería a pesarme allí, menuda chivata.
Recuerdo las caras de alarma de quienes trataban conmigo. Esas expresiones eran el mejor piropo que yo podía recibir en aquellos momentos.
Recuerdo el subidón que me daba cada vez que alguien me decía que estaba muy delgada; esas palabras eran mi combustible para seguir reduciendo mi ingestión de alimentos.
Recuerdo verme unos ojos enormes en aquella cara demacrada.
Recuerdo estar tumbada en bikini en la piscina y observar feliz cómo sobresalían de forma exagerada los huesos de mis caderas.
Recuerdo que hubo un momento en que ningún cinturón tenía ya agujeros suficientes para sujetarme los pantalones.
Recuerdo que en la facultad a mis amigas otros compañeros les preguntaban preocupados por mi salud.
Recuerdo que a pesar de todo (el corazón roto y la anorexia) mi buen rendimiento en la carrera no bajó en ningún momento.
Recuerdo ir al Corte Inglés a comprarme unos vaqueros y al quedarme grande la talla más pequeña que tenían, el dependiente comentarme que solo en niños encontraría tallas más pequeñas. Recuerdo que antes de irme él me dijo "y hay que comer más".
Recuerdo renegar de mi color rubio y teñirme el pelo de negro.
Y por último, recuerdo la enorme sensación de triunfo el día que me pesé y (¡por fin!) había bajado hasta los 30 kilos. Mi próximo reto serían los 25.
El Día que Decidí que Quería Vivir
No soy muy alta, ya lo sabes, mido alrededor del 1,56-1,58. Pero 30 kilos para una chica de 20 años siguen siendo muy pocos kilos; es lo que pesa mi sobrina María con 9 años. Yo no solo no era consciente de lo que me estaba haciendo a mí misma, es que cada kilo perdido suponía una victoria con la que me animaba a continuar sin comer.
Te estarás preguntando cómo es posible llegar hasta ese punto sin que tu familia pueda evitarlo. No sé exactamente cómo me las ingeniaba cada día, pero te garantizo que nadie, absolutamente nadie, podía hacer nada contra mi inquebrantable determinación de no comer.
En algún momento una amiga de la facultad (una tauro maravillosa, María José de la Cruz, que como buena tauro cabezota no cejó en su empeño de hacerme leer todo lo que encontraba sobre la anorexia y de preguntarme cada día qué había desayunado, dónde iba a comer, etc.) me pasó un artículo en el que se explicaba que la pérdida de la menstruación era uno de los síntomas del empeoramiento del estado de salud y que estos síntomas podían desembocar en paros cardíacos que finalmente podrían causar la muerte.
Un día empecé a dejar de tener la regla. Y recordé lo que se explicaba en aquél artículo que me trajo María José. Me asusté y pensé aterrorizada, "¡pero si yo no me quiero morir!".
Ellos Me Salvaron
Aquello fue el detonante, pero hoy sé que además de mis ganas de vivir, fueron todas las personas que me rodeaban quienes me salvaron: Me salvaron mis padres, me salvaron mis hermanos, me salvaron mis amigas y mis amigos, me salvó María José, me salvó aquel dependiente de El Corte Inglés.
Me salvaron con su actitud "atenta y vigilona": aunque nadie podía conmigo cerraron en torno a mí un círculo de vigilancia silenciosa, de comprensión sin gritos y sin dramas, de apoyo sin aspavientos innecesarios, de alarma compartida que a mí no me transmitían.
Me salvaron porque en ellos encontré las ganas de reír, de salir, de volver a enamorarme. Las ganas de volver a comer.
Con este post no pretendo ayudar a quienes están pasando por un episodio de anorexia, de sobra sé que en ese estado no escuchas a nadie. Pero sí me gustaría que le diera fuerzas a todas aquellas personas que se sienten impotentes al ver cómo alguien a quien quieren se está consumiendo, cómo cada día se le marcan más todos los huesos del cuerpo.
¿Y qué fue de M? Pues alucina vecina, reapareció muchos años más tarde con toda la artillería del amor, quería volver conmigo y pedir perdón a mis padres por su comportamiento. C'mon, M! ¡Pero si por tu culpa a puntito estuve de quedarme como la madre de Psicosis, pudriéndome en una mecedora! Aunque eso sí, yo vestida con un precioso vestido de nochevieja.
Muchas gracias a todos los que os habéis leído mi historia hasta el final. No os imagináis lo bien que me ha venido escribirla de una vez por todas.
Foto: Tim Walker for Vogue UK May 2011