Lo mejor es el primer tercio del libro, en el que habla de su familia, de su educación, de sus primeras amistades y de su flechazo por las olas. Años salvajes es la historia de una obsesión: seguir tus sueños, superar los límites que te marcas y no hacer nada que realmente no quieras hacer. Finnegan se deja muchas cosas por el camino (la fe católica que le enseñaron sus padres, la familia, amigos y novias, la posibilidad de una educación universitaria, etc), al tiempo que lucha por no contaminarse de los aspectos más negativos de la cultura norteamericana (la obsesión por el triunfo, el segregacionismo racial o el materialismo).
La subcultura surfer es pobre en cuanto a la formación de personalidades. Así, desde el primer tercio del libro todo es una sucesión de vagabundeos (Polinesia, Australia, Sudáfrica, California, NY), estilos de vida hippie (sexo, drogas, misticismo oriental, protesta política e izquierdismo), trabajos eventuales, amoríos esporádicos, y olas y más olas. El tono de viaje iniciático, muy destacado en las críticas que ha recibido el libro, fracasa al no concluir el periplo en ninguna parte.
Finnegan describe muy bien todo lo relacionado con el mar y su deporte favorito. Entiende el surfeo como una mezcla de velocidad y éxtasis, algo técnico y físico y a la vez espiritual de algún modo. Una búsqueda imposible de la perfección que absorbe la vida y lleva a tomar unos riesgos difíciles de aceptar para el profano que los contempla desde fuera. En la última parte del libro le vemos dedicado al columnismo político y al trabajo de corresponsal de guerra, padre de familia y escritor de libros. Sin descuidar nunca la búsqueda de la ola perfecta.
Si una buena autobiografía es sólo unas memorias bien escritas, con intensidad, sinceridad y buen estilo, Años salvajes lo es. Si cuenta también el contenido, el enfoque vital y la personalidad, el relato de Finnegan no resulta especialmente inspirador.