Hubo una vez, hace mucho tiempo, un muro. Un muro que impedía la libre circulación y contra el cual se estrellaban, por uno de sus lados, las esperanzas de libertad de mucha gente (libertad, esa palabra tan dúctil y manipulable), gente que en la mayor parte de los casos interpretaba como libertad la libertad de ir a una tienda y comprarse unos tejanos de marca o la libertad de vivir en un blanca casita en un alegre suburbio; y por el otro lado, las ansias de negocio de las potencias occidentales. Aquel muro se derribó, y fue un día de fiesta grande, de luminosos augurios.
Después hubo otro muro. Éste, por el contrario, fue sancionado por las mismas potencias occidentales que abominaban del otro y promovieron su hundimiento y, más aún que el primero, fue construido con sangre. Ese muro aún sigue en pie, y no habrá fiesta grande ni luminosos augurios, al menos en el futuro a medio plazo y al menos si no hacemos algo al respecto, excepto para que los que lo alzaron y los que lo disfrutan.
Más tarde, han habido otros muros: algunos han sido físicos, otros virtuales. Algunos han limitado la libre circulación de personas, y otros han estado fundados en el miedo, en el odio, en la soberbia, en el fanatismo, en las bombas. Esos muros siguen construyéndose, de una manera imparable, y pronto Europa y Oriente se verán infectadas de ellos, colonizadas por ellos, y entonces nos quejaremos, lloraremos, extenderemos nuestras manos al cielo, y nos querremos reconocer que hemos sido nosotros los que hemos ayudado a construirlos, los que hemos puesto, sucesivamente, otro ladrilllo más, a veces con nuestros votos.
Y por cierto: creo que ya sabéis que la famosa libertad en nombre de la cual fue derribado el primero de los muros protagonistas de este post no trajo tejanos de marca ni casitas blancas, sino absolutamente lo contrario.