“Antes de que suene la alarma” por Natalia S. Castrege

Por Naticastrege

Son las 5.50am, mi ansiedad acumulada hizo que me despertara, espontáneamente, 5 minutos antes de que sonara el despertador y con la sensación de haber dormido 10 horas de corrido.
Me gusta la simetría, por eso siempre pongo la alarma en horarios con números iguales, o pares, los impares no me agradan tanto.
Si fuese un día cualquiera hubiera revoleado el reloj, pero hoy, hoy no puedo permitirme siquiera que suene. Por eso lo apago, enciendo la luz y aunque los ojos me queman, la claridad es mi única garantía de que el sueño no me traicionará.
Cuántas veces me engañé con “un ratito más”, y terminaron siendo 40 minutos o 2 horas. Y la descolocación del momento, del espacio y de las circunstancias…no, ya no puedo pasar por eso.

Como tengo estos 5 minutos de libertad, no se me ocurre mejor idea que darme una ducha. Pienso que si hago rápido, podría tardar unos 3 o 4 minutos en el agua, otro en secarme y uno más para peinarme, y así empezaría el día más fresca y despierta.
Aunque no lo tenga planificado, hoy me dejo llevar.  Además, en el hipotético caso de que mis cuentas fallasen y me retrasara, los días especiales lo valen.
Tener el tiempo para bañarme bien temprano es casi como seguir soñando despierta, despertar en el agua, con una sonrisa y algunas melodías suaves.
Me olvido de que tengo un poco de frío y me desvisto tan rápido, que en menos de 10 segundos estoy en la ducha. Abro el agua caliente, que para mi asombro, tarda un poco más de lo normal en llegar al punto de hervor, que me quema la piel, pero que no puedo evitar en cada ducha que tomo. En cambio, hoy ni se acerca,  el agua apenas sale tibiecita.
Otros 10 segundos bastan para darme cuenta de que el agua caliente, por alguna razón que desconozco, no va a salir.
Decido, ahora si, muerta de frío, tomármelo con tranquilidad y continuar con mi rutina. Voy al cuarto, me froto con la toalla para darme calor y me pongo el vestido que tengo colgado en la puerta de mi placard, el que planché la noche anterior para esta ocasión, aunque ahora no se siente igual en mi piel,  que si hubiese podido tomar esa ducha.
Me dirijo a la cocina, tratando de recordar adonde habré puesto el otro zapato, porque en el cuarto sólo pude divisar uno. Enseguida pienso que tampoco miré bien como para afirmar que el zapato desapareció, por lo que no me inquieto demasiado.
Pongo el agua para hacerme un té de hierbas, últimamente siento un poco de acidez por las mañanas y tuve que suprimir el café y el mate.
Cuando elijo por fin el té, me dan ganas de tomar unos mates y me mentalizo de que la acidez hoy no tendrá lugar en mi cuerpo. Justo hoy no.
Pongo la tostadora con mis clásicas tostadas de salvado y semillas y saco el queso fresco de la heladera para que tome temperatura ambiente.

Mientras se calienta el agua recuerdo el zapato y corro hacia la habitación a corroborar de que seguramente esté debajo de la cama o en el placard, pero como sigo sin encontrarlo y el tiempo corre, voy al baño a maquillarme. Un poco de base, un tapaojeras y un rimel son perfectos para que mi cara parezca la de una persona normal. Cuando guardo el rimel veo que también puedo sumar un delineador.
En el preciso instante en que hago la línea fina en el párpado huelo un olor a quemado y voy hacia la cocina, manchando mi ojo de una línea gruesa e inapropiada para una mañana especial. Ante mis ojos, las tostadas yacen renegridas y el agua hierve tanto que empaña todas las ventanas. Instintivamente apago el fuego y decido abortar el desayuno, ir en busca de mi zapato y salir, ya un poco apurada, a recoger un café en la esquina de casa, al bar de Tony, aunque no estoy segura de que tenga café para llevar.

Pintura cubista

La línea del ojo es irreparable, y cuando intento hacerla del mismo grosor en el otro ojo, me sale una línea fina e insulsa, pero aceptable. Con un desmaquillante trato de corregir mi error anterior, pero ahora mi cara parece la de una pintura cubista. Es impresionante como el maquillaje puede salvarte o arruinarte. Desisto de pintarme y me convenzo de que no necesito adornarme con nada y vuelvo a la habitación para terminar de alistarme.
El enigma del zapato sigue dando vueltas, pero ahora me arrodillo, con determinación, sobre la ropa tirada en el piso y lo veo, colocado como una escultura, casi al final de la cama, en un rincón inalcanzable, atascado junto a una botella que daba por perdida. Lo alcanzo, en un esfuerzo gimnástico, le limpio la pelusa acumulada y me lo calzo mientras camino en equilibrio hacia la salida.
Estoy llegando tarde, pero no puedo salir sin mi aroma de colonia frutal, por lo que vuelvo con cuidado, correteando con mis zapatos de taco, intentando no caerme y esquivando los muebles, rengueando hacia mi objetivo. En el apurón aprieto mecánicamente el perfume con dirección al cuello, con tanta mala suerte que va directo a mis ojos con una precisión que logra sorprenderme y cegarme a la vez. En un ay, cierro los ojos con fuerza, un poco cabreada por los contratiempos, y voy a lavarme urgente con agua. A esta altura debo haber perdido unos 30 minutos, sino 40.
Con un ojo lloroso y colorado y sin poder dejar de parpadear, salgo furiosa,  maldiciendo en voz baja pero sin perder el humor al imaginarme en estas circunstancias.

Cuando me acerco a la puerta me doy cuenta que revoleé la cartera en el cuarto mientras buscaba el zapato y vuelvo por ella.
En ese momento suena el teléfono. Raro, nunca suena el teléfono en mi casa, nadie tiene mi número, excepto mi madre y mi vecina. Diría que sólo lo tengo para rellenar la mesa redonda del rincón del comedor o, eventualmente, para alguna emergencia. Dudo en si atenderlo o no, temo que sea una de esas promociones de llamadas ilimitadas. Sin embargo mi instinto me dice que debo contestar.

 SONIDOS Y MÁS SONIDOS.

– HOLA.
Nadie contesta.
Vuelvo a repetir “hola”, y nada.
Corto el teléfono con ganas de que el golpe lo rompa, pero en cambio me golpeo el dedo y el teléfono vuelve a sonar.
Agitando mi mano, grito “Hoola, quién es?”.
Nadie contesta pero suena el timbre con un sonido agudo y penetrante que me deja aturdida. Agarro la cartera y voy hacia la puerta, nerviosa, desaliñada, con el ojo lloroso, el dedo hinchado, el teléfono sonando y el timbre también.

Sobresaltada por la situación, bajo mi cabeza de golpe y veo que mi vestido tiene una mancha, y no sólo una, muchas, que se van reproduciendo como si estuviesen cobrando vida. Me siento muy confundida, mis palpitaciones se intensifican y empiezo a marearme. Mi cabeza da vueltas y los sonidos se hacen eco en mi oídos y en mi cuerpo. Por lo poco que distingo, estoy en mi cuarto, tropiezo con mi remera de los Guns que uso para dormir, y caigo hacia atrás en cámara lenta, despacio y controladamente.
Cuando por fin me despierto, abro los ojos, que aún me arden, muevo mi dedo que siento hinchado y enciendo la luz.
Estoy en mi cama. 
Son las 5.50am, 5 minutos antes de que suene el despertador.