Por Luis Schiebeler
El ojo que siente las endechas de la madre naturaleza, la que impone su jurisprudencia donde no interviene la razón del hombre como “hacedor” de la civilización y acaso sí la vibra y su misteriosa connivencia con la femeneidad. El que detracta la historia de represalias que durante siglos acechó a las mujeres por su condición. El que ratifica la inseparable asociación de ellas con la tierra, madre absoluta de toda la humanidad. Éstos parecen ser algunos de los del tripeos que tuvo Lars Von Trier antes de rodar Antichrist su última película protagonizada íntegramente por Charlotte Gainsbourg y Williem Dafoe
El conflicto nodal gira en torno a la extrema tristeza de un matrimonio por la pérdida de su pequeño hijo hasta que el marido, psicoanalista, decide curar a su mujer sumergida en profundos miedos y sufrimientos, mediante una terapia experimental y coercitiva.
La caja negra que conserva el secreto de toda esta película (segmentada además en cuatro capítulos y epílogo) se condensa en su prólogo, sumamente rico por el delicado tratamiento en montaje y fotografías que recuerda a los recursos que Bergman se valió en el preludio de Persona, y a la técnica de fijar el tiempo de la secuencia, de “esculpir el tiempo” como señalaba Andrei Tarkovsky, su creador. Desde luego que al final, se deja bien en claro antes de que se disparen los créditos, que la película es un homenaje al gran cineasta Ruso.
En esas secuencias preliminares y con música de ópera, Von Trier va intercalando imágenes típicas del interior de una casa; un lavarropa que se detiene, una botella que cae derramando líquido hasta que el niño se arroja a vacío mientras sus padres tienen sexo. De este modo, el director remarca de la significativa magnitud de lo que aparenta ser anodino y de lo que subyace en la levedad de las cosas. Otro destacado detalle y que anticipa lo turbio y complejo que se volverá la trama, es cuando la cámara hace un hondo zoom en el agua sucia de un florero mientras la pareja conversa en la habitación de un hospital.
Una estética artesanal, de estilo trash se advierte en cada uno de los separadores que dividen los episodios, acompañados por convencionales cortinas musicales clásicas de película de terror.
El manejo de cámara carece de la neurastenia singular del Dogma 95, sin perder el espíritu de alternancia que destaca y sublima a ese cine. Hay picados vehementes que igual conservan la nitidez y un sofisticado uso de la fotografía. También se ven planos en los que la cámara esgrime como loopings similares a los usó Gaspar Noé en Irreversible o los que se vale Jarmusch en algunas de sus películas.
A medida que el marido va trazando sobre ella un diagnóstico en etapas (ansiedad, desesperación y sufrimiento) la cámara registra como un mapeo de ese pánico que nace de la angustia más profunda.
Hay secuencias un poco forzadas que menoscaban la densidad de las intrigas y connotaciones. Una de ellas es cuando la protagonista intenta demostrar que se ha curado hasta que ve el feto de un ave comida por hormigas que cae de un árbol y se lo come un águila; ella lo asocia a su hijo muerto y reincide en la densa angustia.
La palabra fría, cerebral y clínica del esposo que aspira a sanar a su mujer, paulatinamente va dejando entrever un pensamiento opresor y pedante, que subestima al mundo mágico y esotérico. En cambio, es la mujer quien devela un inquebrantable vínculo con las almas de las mujeres y brujas que siglos atrás padecieron vejaciones hasta el exterminio.
No obstante, la película se vuelve sumamente atractiva cuando se advierte una inversión de sentido en el personaje que simboliza el orden, la certeza y el mundo unidimensional de la razón.
El hombre comienza a tener sueños y visiones que lo perturban y comienza a flaquear su autoconfianza. “¿Cómo, no era que los sueños no son interesantes en la psicología moderna (…) Freud is dead, no es así?, le señala con sarcasmo su mujer.
La tríada naturaleza-maldad-mujer es problemática central de este film que conjuga una densa carga de simbolismos ligados al psicoanálisis, el sadismo, la astrología y lo satánico. Y a los que el director aborda sin más, disolviendo convenciones teóricas hasta la burla.
Es un film que la intriga se sostiene galopante y enmarañada pero que tuvo que bancarse los peores abucheos cuando se estrenó en Cannes el año pasado.
Una película para los que disfrutan de los tripeos conceptuales pero sin teorizar, sin escolastizar, para regodearse en lo inasible, para los lyncheanos desde luego.
Von Trier en su último trabajo hace hablar a una nutria para decirle a la humanidad que “reina el caos”. Muestra a un matrimonio que se sodomiza y la mutilación del sexo femenino. De ese ojo que de alguna manera se ofrece una exaltación, porque mira hacia abajo, hacia el centro de este mundo donde reside acaso, su misterio y su vileza.