Hace unos días llamé al arquitecto Juan Domingo Santos, con quien jugué tantos años al fútbol, para mostrarle mi apoyo en la enésima polémica granaína, generada en esta ocasión en torno al nuevo proyecto de entrada a la Alhambra, del que es autor junto con el premio Pritzker de Arquitectura (el Nobel de la disciplina), el portugués Alvaro Siza.
Entre la cascada de declaraciones prescindibles –la mayoría de ellas, de políticos que actúan bajo los efectos del síndrome electoral- ha habido una que me ha llamado especialmente la atención por su carácter pintoresco: la que critica la actuación alhambreña del prestigioso consorcio de arquitectos por “carecer de la más mínima referencia nazarí o renacentista”, lo que, según la autora del comentario, provoca en el monumento y su entorno un gran impacto visual.
Se lo comenté a Juan y, entre risas, me dio una respuesta elocuente: “Esta gente habría echado abajo la mismísima Alhambra. Un edificio enorme y rojizo colocado en mitad de un monte: eso sí que es impacto visual”. Y sin la más mínima referencia a la vieja Iliberis, querido Juan.
Domingo Santos y Siza son un lujo para esta ciudad, que no se puede permitir perder más trenes como el que pasó de largo por la estación de Moneo.
Pero es la nuestra una sociedad abonada a la inacción, alérgica al progreso, que no pelea por lo que quiere, porque no quiere nada con la fuerza suficiente.
No es el granadino un entusiasta del cambio porque considera que la realidad ya está terminada y no confía en que lo que venga vaya a ser mejor. El granadino, de izquierdas o de derechas, es profundamente conservador.
Por eso, como observó el profesor López Calera, Granada no es ciudad de grandes proyectos. Las empresas de envergadura suelen ser criticadas porque el granadino considera que no encajan con el rigor, la meticulosidad y la exigencia con que él afronta sus quehaceres.
Además, el no hacer es mejor que el hacer porque el no hacer no se equivoca y es difícilmente criticable. Y en Granada las palabras son punzantes como navajas de barbero.
José Ignacio Lapido, el poeta del rock, hizo un diagnóstico certero de los males que nos aquejan: “Faltan soñadores, no intérpretes de sueños”.
Los soñadores de Lapido son -bonita paradoja- los ciudadanos activos, resolutivos, emprendedores, cuya extrema escasez contrasta con la nómina formidable de críticos esterilizantes con que cuenta la ciudad.
Me da miedo el granadinismo oficial, ese que se parapeta tras asociaciones de supuesta defensa de los intereses locales y que tiende a imponer como tesis general su particular visión paralizante de la existencia, sobre la base de su (autoproclamada) autoridad moral.
Frente a esa visión negativa de la realidad, que encuentra antes en las personas y en sus proyectos los defectos que las virtudes, frente a ese “antigranadinismo efectivo” que reconoció Luis García Montero en quienes no se quitan de la boca la Alhambra, su agua y sus cipreses, hay que levantar la bandera del “antigranadinismo de los críticos” que es –este sí- un acto de amor, un esfuerzo por hacer que los viejos objetos se muevan y cambien de perspectiva. Como dice el poeta, “apostar por Granada significa precisamente ponerla en duda, ayudar a crearla; la ciudad no debe ser más un marco incomparable, sino un problema, una tarea”.
Hay que defender a Granada de los defensores de Granada; tenemos que protegerla de nosotros mismos.
*Publicado en IDEAL