Se llamaba Antonie, la llamaban Toni y era la niña mimada y aquello no era baladí, porque los mimos se los había merecido por fuerte, por resistir a las adversidades y por sobrevivir. Fue fuerte cuando era un bebé, fue fuerte cuando era una niña y aún más fuerte cuando fue adolescente, fue fuerte y valiente cuando fue joven, y en la mediana edad sobremanera, y acabó por ser una anciana fuerte. De casta le venía al galgo. Toni era mi tatarabuela y hace 134 años hoy que llegó al mundo, la segunda de ocho hijos, la primera de los tres que consiguieron llegar a la vida adulta. Antonie, Toni, Antonia.
Cual bello cuadro romántico, Antonie pastoreó ocas desde que comenzó a andar por sí sola ella misma, y, cuando ya mantenerla en casa resultaba demasiado caro, la enviaron a Viena, la capital del imperio, con unos tíos. Allí aprendió a cocinar y a lavar vasos con sus deditos de chiquilla, aprendió a hacer brambora, pusinka, věneček y kremrole, a cocinar delicias dulces checas para los exquisitos clientes austriacos que querían que los sabores de todas las naciones que se integraban en el imperio se derritieran también en su paladar. Contaba Antonie cuando ya se había convertido en Antonia que la cocina en la que trabajaba estaba en el piso más alto de un hotel, con magníficas vistas al lado de un parque enorme -¿sería el Volksgarten?- en el que en su adolescencia veía que a veces cerraban a cal y canto para permitir que una misteriosa dama vestida de negro de la cabeza a los pies montase un caballo a horcajadas sin molestias de ningún tipo. Imaginación infantil, cuentos de vieja o realidad. ¿Qué más da eso ahora?
Un día apareció por el bazar un soldado delgado y elegante, de pelo castaño y ojos oscuros, bigote exagerado y espada en ristre, que se enamoró de los ojos claros de Antonie y aún más del acento que delataba que, como él, era morava. Ante la irritación de ella, que rondaba los 18, aquel soldado decidió presentarse día sí y día también por el bazar, siempre mirando, siempre sin comprar nada. Así se quejó Antonie a la jefa, la madre de todos aquellos niños que nadie sabe qué fue de ellos, y se quejó durante horas y con varios insultos en la boca, pero con un brillo en los ojos que probablemente ni ella reconociera tener aún. Y su jefa se rió, y le apostó que en poco tiempo la presencia de aquel extraño dejaría de resultarle tan engorrosa, y Antonie pensaría -como todas las jovencitas- que aquella mujer no tenía ni idea.
Pero sí que la tenía. Porque cuando al cabo de unas semanas aquel extraño se dirigió a ella por primera vez en su vida, y le preguntó:
- Vezmeš si mě? (¿quieres casarte conmigo?)
, en perfecto checo, en plena Viena y morriña de Moravia, y contraviniendo los deseos de los padres de él, músicos venidos a más que encontraban poco para su hijo en una dependientilla sin estudios, nunca entendió Antonie cómo ni por qué, pero sólo le salió responder que
- Ano (sí)
Antonie, y Antonia hasta su muerte, preservó siempre un amor por sus orígenes que le proporcionó más penas que alegrías. Su país natal y su país de acogida se convirtieron, por vicisitudes de la política y de la historia, en enemigos acérrimos. Ella, que nunca aprendió las letras en español -aunque las hablase- y que no podía con los diptongos del idioma de Cervantes, dejó de leer cuando ya no pudo recibir más novelas en el bello idioma checo que sus hijos heredaron escasamente, que sus nietos olvidaron y sus bisnietos no llegaron a aprender. Conoció y se desternilló con Švejk, pero no pudo llegar a disfrutar a Kundera. Dejó de cocinar knedliky para freir patatas y meter pan al horno. Y, a pesar de todo eso, a la muerte de uno de sus hijos, cuando ella ya llevaba mucho tiempo fuera de este mundo, el resto le lloraron preguntándose dónde estaría su hogar y asegurando que, a pesar de haberlo pisado tan sólo una, dos o tres veces y hacía ya muchos años, země česká domov můj -mi hogar está en Chequia-. Y aún más años después, cincuenta después de la muerte de Tonie, yo, su tataranieta, escribo en su recuerdo mientras escucho el Moldava de Smetana, y siento que ése también es también un poco Ma vlást y que esa pieza es la más hermosa de toda la maldita historia de la música clásica porque se inspiró en una de las ciudades más jodidamente bellas del mundo.
Y de todo esto sólo pudo ser responsable la fuerza de una mujer extraordinaria. Antonie, Toni, Antonia, mi tatarabuela. Moje praprababička.
PS. Gracias a todos los, como yo, descendientes de Antonia que me enriquecieron con las historias que recordaban haber oído de ella, documentos, fotos… otra de las cosas que hizo esta extraordinaria mujer fue ponernos a todos de acuerdo para compartir y emocionarnos con sus recuerdos.