Antonio Hernández.Nueva York después de muerto.Calambur. Madrid, 2013.
En algún lugar de su mundo dejó escrito proféticamente Rilke que el poeta es un cazador de voces. A ese designio responde Nueva York después de muerto, el último libro de Antonio Hernández que acaba de aparecer en Calambur.
Su título es el del proyecto de una trilogía con la que Luis Rosales quería cerrar su obra, una idea frustrada por la enfermedad y la muerte del poeta que es el eje de este libro, un homenaje al maestro y a García Lorca, el maestro del maestro, en un cruce de caminos que terminan siempre en Nueva York, la ciudad de la muerte y de la aurora con aguas podridas y columnas de cieno.
Ese es el núcleo espacial de referencias de una compleja red de relaciones que vinculan a Rosales y Lorca en su común origen granadino, en su amistad y en el peso de la calumnia sobre el asesinato de Federico que Rosales soportó a lo largo de su vida.
Nueva York, pues, vertebra este libro de Antonio Hernández y vincula a los dos poetas como la gran ciudad real y como el espacio metafórico al que Lorca dedicó su mejor libro y en el que Luis Rosales pensaba centrar su trilogía.
Heredero de ese proyecto, Antonio Hernández organiza Nueva York después de muerto también como una trilogía en la que se suceden y se confunden ordenadamente en la muerte esos tres vértices, porque Luis Rosales es aquí ya emoción de otra sangre, ya / parte confederada, parte de Federico y está ya en Nueva York, después de muerto. / ¿Después de muerto quién, él, Federico, / Nueva York muerta?
Como antes para Lorca, para Luis Rosales Nueva York representaba “la mecanización, el automatismo de la vida, la desigualdad entre las distintas razas, el imparable avance del mestizaje... y, obviamente, Federico.”
Pero Rosales, que arrastró la cruz de la calumnia que denunció en un libro valiente Félix Grande, fue también dueño de un ruiseñor angustiado que canta y vuela en estas páginas y se levanta por encima de un país lleno de ratas y telarañas, porque en la herida con sal de la calumnia el tiro más letal / lo da la cobardía. Mata a quien lo recibe / y al tiempo ha de matar al que apretó el gatillo.”
Antonio Hernández se atreve brillantemente en estos textos a impostar la voz de Rosales “y la siempre vigorosa de Federico en unos apócrifos, si osados, voluntariosos, como homenaje a cada uno de sus libros.”
Y así estos poemas rastrean las huellas del amor, del dolor, de la pena y rompen aquel silencio universal del miedo con la urgencia de sus versos desobedientes, con la evocación de los obuses de oro en la lengua y las prosopopeyas doctas de Rosales.
Desde las costas colombinas a la falda rebelde de Marilyn hay un camino de sueños que pasan por Poe y por Whitman, por Twain y por Eliot, por el jazz y las grandes avenidas. Y en ese viaje sin regreso discurre también una larga conversación que recorre el itinerario estético y sentimental que va de Juan Ramón a Paca Aguirre, de Machado a Onetti, de Vallejo a Félix Grande en una navegación por la poesía, el recuerdo y el coñac Peinado, en una evocación del náufrago metódico mientras “entre la noche y la alta madrugada, / se entreteje la sombra de la muerte.”
Y el lector no sabría decir si Antonio Hernández, que no renuncia en algunos momentos a sumar ironía y emoción en una mezcla explosiva, ha cedido discipularmente la palabra a los dos maestros para que resuman su conciencia moral y su dicción poética, o si han sido ellos los que han invadido estas páginas con sus voces poderosas e inconfundibles para habitar uno de los libros más intensos y potentes de Antonio Hernández, probablemente también el más arriesgado de toda la trayectoria de un poeta que une como pocos conciencia del lenguaje y conciencia ética. Un poeta a quemarropa que es ingenuo y cabal y sabe estremecerse.
Santos Domínguez