“Querido y admirado maestro:
El próximo lunes compareceré ante V. con harto rubor y como reo de lengua latina. Bien, hubiera deseado asistir a sus clases, aprovechando la ocasión tal vez única, de aprender el habla de Virgilio; pero mi condición de catedrático rural me tiene en Baeza, como antes en Soria, y a muchas leguas de su cátedra. Deseando allegar medios oficiales para mejorar de fortuna, emprendí los estudios de Filosofía, y llevo, con la de V., cinco asignaturas, entre ellas el griego. Reducido a mis propios recursos, con la mezquina base del latín aprendido hace treinta años, gracias a su buen método he traducido la Epístola de Horacio y cuanto tiene V. de Virgilio, en su texto, y algo, también, de Salustio y de Cicerón, abarcando cuanto más he podido, y, seguramente, apretando poco. Pero ¿para qué decirle lo que ha de ver? Sólo pretendo declararle mi buen deseo, para recomendarme a su benevolencia y para que no vea en mí el fresco capaz de sonrojar a los amigos, ni tampoco al petulante poeta modernista, pues después de traducir, aunque trancas y barrancas, versos de Virgilio, el «cur ego salutor poeta» del maestro Horacio es cosa que me digo a mí mismo. Vea V. en mí un caso de anacronismo escolar, y a un viejo desmemoriado estudiantón que de todas sus bondades necesita. (…)” (Rafael Santos Torroella, “Don Antonio Machado se examina. Una carta inédita”, Ínsula, 158, enero 1960)
Más allá de esta circunstancia, observo ahora, revisando algunas citas que Machado hace de Virgilio en su obra, cómo el poeta intentó suplir esta carencia de formación recreando, por ejemplo, una cita de la primera égloga en clave autobiográfica. Este conocimiento precario del latín no impidió, sin embargo, que Machado mostrara una sincera admiración por Virgilio y, en especial, por su libro VI de la Eneida. Esta relación entre los escritores hispanos y el latín es muy interesante, sobre todo por lo que deja entrever de circunstancias personales, de ahnelos y de nostalgias. FRANCISCO GARCÍA JURADO