Antonio Muñoz Molina, Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2013

Publicado el 06 junio 2013 por Kovua

«Su obra incide además en la hondura y la brillantez con que ha narrado fragmentos relevantes de la historia de su país, episodios cruciales del mundo contemporáneo y aspectos significativos de su experiencia personal» Estas son las palabras del director de la Real Academia Española, Jose Manuel Bleca. El escritor ha sido ganador del prestigioso premio que no se concedía a un autor español desde 1998.
El capitán Nemo y Julio Verne fueron los responsables de que a los doce años decidiera en su cabeza la idea de ser escritor. Corría el año 1968, y Antonio, Antonio Muñoz Molina, jiennense de Úbeda en 1956, ya dedicaba buena parte de su tiempo a la lectura. Mark Twain, Stevenson, Agatha Christie, Dumas… poblaban las horas de aquel chico hijo de una familia muy humilde. Su padre se dedicaba a las labores del campo y su madre a cuidar de su hogar. Ha sido el miembro de la Real Academia Española más joven en acceder a la misma, lo hizo con 39 años. Desde hace tiempo, alterna su vida entre Madrid y Nueva York, junto a su esposa, la escritora Elvira Lindo que expresabade esta forma por el premio: «Mi santo se ha llevado el de Las Letras. Le ha ganado el pulso al mismísimo Murakami y se ha convertido en el sucesor de Philip Roth» –con quién se casó en 1994– y con la compañía por relevos de sus cuatro hijos, ya crecidos, Antonio, Arturo, Elena y Miguel.
«Una persecución del fugitivo momento en que el recuerdo se trueca en deslumbradora certeza estética». Así define Molina su literatura y la manera en que la concibe, vive y entiende. Según sus propias palabras, «la literatura es mi afición y mi trabajo, pero no creo que sea lo más importante de la vida, ni mucho menos que se baste para darle sentido. Más que la literatura me importa el bienestar de las personas que quiero. Creo que el escritor continúa el oficio inmemorial de los narradores de cuentos, que daban forma mediante relatos orales a la experiencia compartida del mundo. Contar y escuchar historias no es un capricho, ni una sofisticación intelectual: es un rasgo universal de la condición humana, que está en todas las sociedades y arranca en la primera edad de la vida»
Los Premios Príncipe de Asturias están dotados, cada uno de ellos, con una escultura de Joan Miró –símbolo representativo del galardón–, 50.000 euros, un diploma y una insignia. El acto de entrega de los galardones se celebrará en octubre en el Teatro Campoamor de la capital de Asturias, en una ceremonia con la asistencia de los Príncipes.
Extractos:
Le daba miedo asomarse a la barandilla y ver pasar los coches y la gente a una distancia de acantilado o de abismo. Había leído que aquel era el lugar que preferían los suicidas de Madrid. Una pareja bien vestida y de edad madura que pasaba se lo quedó mirando, y el hombre se inclinó para decirle algo en voz baja a la mujer, que volvió la cabeza y lo examinó de arriba abajo con aire de disgusto. ¿Tan mal aspecto tenía que lo tomaban por pordiosero sospechoso, por un posible suicida? Buscó el peine, se humedeció el pelo con saliva y se peinó a tientas, como pudo. Padecía el mismo desconsuelo que si llevara años en Madrid. El día anterior, a esa misma hora, a las tres cero siete, él estaba confortablemente en su casa, sentado junto a su madre en la mesa camilla, viendo el Telediario mientras degustaba uno de sus potajes preferidos, habichuelas con chorizo y arroz. Después de comer, mientras llegaba la hora de regresar a El Sistema Métrico, solía adormecerse dulcemente en el sofá durante cuarenta minutos, arrullado por el calor del brasero y de la digestión, oyendo las voces cansinas de la telenovela que veía su madre. Su madre no se enteraba nunca de los argumentos, en parte porque era algo sorda, y en parte también por la extrema dificultad de aquéllos, de modo que lo sacudía con frecuencia para preguntarle quién era hijo o padre o amante de quién. Lorencito entreabría los ojos, miraba el televisor, decía, por ejemplo, “de Juan Gustavo”, y en menos de un segundo volvía a dormirse, pero eso sí, despertaba como un reloj a las cuatro y veinte, y a las cinco menos diez ya estaba peinado e impoluto en la acera de la calle Trinidad, frente a la iglesia, esperando que abrieran El Sistema Métrico, a donde no había llegado tarde ni una sola vez en treinta y un años. Casi borradas por el ruido del tráfico las campanadas de las tres sonaron en una torre próxima, y Lorencito Quesada, deshecho de cansancio y nostalgia, se acordó del reloj de la plaza del General Orduña. Qué pintaba él en Madrid, cómo iba a dar con el paradero de Matías Antequera o de la imagen del Cristo de la Greña si no conocía a nadie, si cualquiera podía engañarlo, si no se atrevía ni a cruzar un semáforo en verde por miedo a que se pusiera rojo cuando él estuviera indefenso en mitad de la calzada. Apoyado aún en la barandilla del Viaducto, consideró que podría describir su estado de ánimo diciendo que lo asaltaban sombríos presagios. Y entonces ya no tuvo tiempo de pensar nada más: una mano le tapó los ojos, otra le torció férreamente el brazo derecho contra la espalda, una rodilla se le hincó en la columna vertebral, la ruidosa respiración de una boca abierta le humedeció el cogote mientras él trataba en vano de soltarse y sólo lograba que le crujieran las articulaciones del brazo apresado. Sus pies se levantaban del suelo, su cuerpo se inclinaba en el vacío sobre la barandilla, la mano que le tapaba los ojos estaba sudada y se escurrió y cuando pudo abrirlos los volvió a cerrar apretando los párpados para no ver el precipicio que parecía subir hacia él y atraparlo en el vértigo de una caída vertical. 
Los misterios de Madrid / Seix Barral (1992)
El dramatismo, la densidad humana de las ventanas de Hopper, de Hitchcock y de William Irish se convierte en poesía de la ausencia, del puro misterio de la luz contra un fondo oscuro, en las acuarelas y los grabados recientes de Alex Katz. No hay figuras, sólo rectángulos vacíos, huecos exactos de claridad sobre la lisa superficie de los muros de un edificio, que se recorta a su vez contra un cielo un poco más claro o un poco más sombrío, y que tiene la misma sustancia plana que él, de forma sin volumen, de limpia extensión de negro, de azul marino, de verde oscuro, con una delgadez de cartulinas recortadas y pegadas, de papeles de seda de diversos matices. Las ventanas de Hopper están vistas de cerca, tanto que casi se pueden distinguir bien las caras, aunque siempre permanecen un poco borrosas, y se podría ver si alguien que parecía estar abrazando a una mujer en realidad intenta estrangularla. Las ventanas de Alex Katz son las de las casas que se ven a lo lejos desde la carretera, formas oscuras entre la sombra de los árboles, faros de claridad que indican una presencia humana invisible y ausente para quien mira desde lejos, de paso. Y son también las ventanas remotas en los decorados de rascacielos de los musicales de Broadway, y las que pueden verse de noche en los edificios que uno mira desde el otro lado de Central Park, sobre la extensa negrura de las copas de los árboles, a veces entre las ramas más altas que ha desnudado el invierno. Aquí la lejanía ya se vuelve cósmica, porque esas luces brillando en medio de la noche pertenecen a mundos que se nos antojan más distantes de nosotros que las estrellas parpadeando con una claridad muy débil que ha debido viajar miles de millones de años para alcanzar nuestras pupilas. Mucho antes de ver esas ventanas luminosas en las noches sobre Central Park y en las acuarelas de Alex Katz yo las había visto en una película que me sobresaltó la vida cuando tenía catorce años, y que se me quedó en la memoria con la viveza y la vaguedad gradual con que permanecen los recuerdos de las impresiones reales, que se vuelven borrosos al mismo tiempo que se van filtrando hacia la inconsciencia, de la que a veces los rescata fragmentariamente un sueño o una música. Sin que nos diéramos mucha cuenta el vídeo cambió el cine al cambiar la forma en que se recuerdan las películas. Veíamos una que nos gustaba mucho en el cine y quizás volvíamos a verla al día siguiente, o nos quedábamos para verla de nuevo nada más terminar, si era en uno de aquellos cines ya olvidados de sesión continua, pero era muy difícil que a partir de entonces nos fuera posible verla alguna vez, porque la mayor parte de las películas desaparecían. La rescatábamos si acaso, por casualidad, en la televisión, pero en mi tierra de los dos canales que había entonces en la única televisión oficial sólo uno podía verse, y en él no ponían más de dos o tres películas a la semana, en blanco y negro, en el blanco y negro que tenían todos los programas, que ha quedado en la memoria de muchos de nosotros como el color de aquella época, el blanco y negro charolado de las películas antiguas virando al gris ceniza de los noticiarios y de los discursos de Franco.
Ventanas de Manhattan / Seix Barral (2004)
No eran expertos en economía sino en brujería. Les hemos creído no porque comprendiéramos lo que nos decían sino porque no lo comprendíamos, y porque la oscuridad de sus augurios y la seriedad sacerdotal con que los enunciaban nos sumían en una especie de aterrada reverencia. De toda aquella casta de adivinos y augures investidos de infalibilidad científica por nuestra ignorancia, el sumo sacerdote era Alan Greenspan, que se jubiló en enero de 2006 como presidente de la Reserva Federal rodeado por una aclamación unánime. Ahora sabemos que eran los días de marea más alta en la edad del delirio —cuando yo salía del metro y veía el edificio de Lehman Brothers como una gran pantalla en la que se sucedían imágenes digitales de atardeceres y de playas con rompientes coronados de espuma, cuando me citaban constructores valencianos y teólogos de las finanzas, cuando la única condición que parecía imprescindible para que no cesara nunca la prosperidad era que los gobiernos renunciaran a regular los mercados financieros, privatizaran uno por uno todos los servicios públicos—. Alan Greenspan era el sumo sacerdote de aquella ortodoxia: con sus ojos pequeños y vivos tras los cristales de aumento de unas gafas de montura anticuada, con su leyenda de sabiduría mantenida durante casi veinte años y a lo largo de cuatro presidencias distintas; con sus trajes oscuros y su expresión seria, la mirada inteligente perdida en el vacío, oteando un porvenir tan próspero como el presente. Las palabras que usamos dicen más que nosotros. Le llamaban el gurú, the wizard, el brujo. Unos años antes el periodista Bob Woodward había escrito un libro adulatorio sobre él y lo había titulado Maestro: como si fuera un gran director de orquesta, un Karajan o un Furtwängler de la economía, alguien muy por encima de las falibles inteligencias comunes. Movía litúrgicamente su manos pecosas de hombre viejo, como un maestro cargado de sabiduría que no necesita la batuta y que parece extraer la música del aire, no del esfuerzo disciplinado de los miembros de la orquesta que se afanan a sus pies: Alan Greenspan, que había tocado el clarinete cuando era joven junto a Stan Getz, que propugnaba la privatización de la seguridad social americana, que había pertenecido al núcleo íntimo de adoradores de la fanática profetisa del capitalismo más crudo Ayn Rand, que se había negado a marcar ningún límite a las acrobacias financieras de Wall Street; en enero de 2006 se jubiló cubierto de gloria en la Reserva Federal e inmediatamente pasó a ejercer opulentas asesorías en empresas privadas. Tan sólo unos meses más tarde la burbuja económica americana empezaba a desmoronarse. En septiembre de 2008, en los días apocalípticos en los que parecía a punto de repetirse el derrumbe de 1929, Alan Greenspan declaraba delante de una comisión del Senado. La expresión, el traje, los ademanes, las gafas, la corbata negra, las palabras murmuradas, el movimiento de las manos, todo se mantenía idéntico. Pero ahora el brujo, el Maestro, el gurú, era un viejo que confesaba no entender nada de lo que estaba sucediendo. Dijo literalmente encontrarse «in a state of shocked disbelief»: en un estado de atónita incredulidad. Exactamente igual que cualquiera de nosotros.
Todo lo que era sólido / Seix Barral (2013)