Antonio Sánchez Huertas, treinta años más tarde

Por Calvodemora

Carezco por completo de la facultad de hablar de lo que amo sin caer en el sentimentalismo. Siendo uno, por naturaleza, bueno, se esmera a veces, sin pretenderlo,justamente en lo contrario, en encontrar a quien zaherir, en dar con la llaga y empujar con el dedo. De mi amigo Antonio Sánchez Huertas (Colmenero Villar) no puedo escribir sin que se advierta el sentimentalismo, la sensación de estar en casa, manejando las palabras como si fuesen muebles que nos pertenecen y a los que sometemos a mudanza. El tiempo, que es un bicho cabrón cuando se le antoja retorcer el cuerno, nos ha tenido juntos en los últimos treinta años. Ahora le da un aire a Peter Gabriel, pero siempre fue una réplica provinciana de Phil Collins. Todo queda en Genesis. Quienes viven con él, yo a mi modo lo hago, aunque nos separen los kilómetros y no seamos fieles al teléfono ni al whattsap (porque no tiene) saben lo que sufre este hombre hiperactivo, de una resistencia dialéctica sólida, de un humor pecaminoso y lírico, que no hace jamás un desaire a una conversación en una terraza de un bar, vaciando tercios de cerveza y fumando Marlboro. Sufre por el mundo y por sus cuitas, por las injusticias, por el precio del salmón, por la educación de Alberto, por la seguridad laboral de Auxy, por la gota devastándole el ánimo. Cuando el sufrimiento no le afecta, en apariencia, en lo que se ve a simple vista, mi amigo Antonio se dedica a organizar el mundo, a inventariar la realidad, a registrar la minuciosidad del día y a manifestar a cielo abierto su voluntad de vivirlo todo a conciencia, sin que nada le quede lejos, sin que lo humano y lo divino crucen a su vera y él, en el roce, no saque beneficio, no exprese su criterio o no rubrique su anuencia. Hay personas en este mundo como Antonio, pero ninguna que yo tenga cerca, pero no es esa la razón por la que somos amigos, una especie de hermanos sobrevenidos, cómplices en muchas hermandades. En realidad no sé qué razón ésa. Supongo que si afino la memoria y sacaré unas cuantas de esas razones que ahora, llevado por mi entusiasmo laudatorio, no alcanzo. Podría contar los bares que hemos cerrado y los que hemos abierto, las audacias verbales en la que nos hemos embarcado por puro amor al riesgo. Luego está Auxy, que merece un libro aparte y en la que, por la influencia turbulenta de su marido, reparo a veces menos. Hace veinte años o incluso más escribí sobre Antonio en una columna que yo tenía entonces en el diario Córdoba. No la guardo, no guardo nada de lo que escribo. Antonio la guarda y la recuerda, casi sin falta, en su cabeza. La cabeza de Antonio, con sus grietas y su calva, con su enciclopedia dentro, es un laberinto del que solo él tiene la clave. Dentro están la Segunda Guerra Mundial, la historia de Marina de Las Aguas Santas y el catálogo de proezas y desventuras de cualquier héroe de ficción que haya caído en sus manos. Tiene Antonio esa incómoda habilidad de acaparar la atención de quien lo escucha, y eso, aunque suena a reproche, es virtud en él. No porque yo le excuse sus exabruptos o porque no sancione su extraordinaria sociabilidad sino porque acomete ese oficio, el de ser una especie de centro de gravedad permanente, con absoluta maestría. De lejos, sin entrar en honduras, uno querría de Antonio el orden, la previsión, la certeza de que improvisar, siendo aceptable, no es un asunto recomendable, pero yo no sabría ser Antonio Sánchez Huertas, no podría sobrellevar el peso cartesiano de su cerebro, no sería capaz de llevar dentro el vademécum de las cosas, el inventario desmenuzado de las cosas que pasaron. El pasado es propiedad suya. El presente es un accidente que le da riqueza al verdadero tesoro que tutela, el de la memoria fastuosa, capaz de guardar lo irrelevante y lo magnífico, sin que lo uno y lo otro malogren el ambiente en que conviven, sin que lo etéreo y lo mundano, lo sublime y lo prescindible, acaban a hostias a ver quién es el que manda. El futuro es una incógnita, como para todos. Él no es metafísico al modo en que lo soy yo, pero porque no se ha puesto. O lo es sin empeño, metafísico doméstico, de cruzcampo a medio terminar y de tapa acabada. En ese aspecto, Antonio es un cordobés de raza, uno antológico, al que se le puede encomendar la vigilancia de las costumbres, la custodia de las tradiciones. Yo siempre dije que en algún momento de su existencia optó por la vía sencilla, la que estaba más a mano tal vez. Por eso trabajó tan joven, por eso no se cultivó en donde debía haberlo hecho, en la universidad, en donde la gente inteligente pule esa inteligencia y la afina. Nunca le importó eso, nunca deseó echar atrás, perder una sola de las experiencias que la vida le ha entregado en su periplo laboral, tan obsequiado de oficios. No se sabe con seguridad nada. Ni siquiera si mañana vamos a recordar lo que hicimos hoy. He ahí la grandeza de mi amigo Antonio, la que rescata lo que estaba hundido, la que pone a salvo lo que amenaza el fuego, la que pone a la vista lo oculto por las sombras. Son temibles las sombras. Se las teme por lo que tienen de hostil, por lo que nos han vendido en los cuentos, por ignorar nuestra voluntad de luz. Quienes van por la vida apartando sombras merecen elogios. Este es uno. Lo vierte la amistad, la que nos conduce a la barra de los bares, benditos, una vez más benditos. Hemos tenido varios en los que hemos salvado al mundo y el mundo nos ha salvado a nosotros. Bares de cafés muy oscuros para aliviar la torpeza escandalosa del alcohol en la sangre. Bares de muchachas rubias y de pechos firmes que nos miraban menos que nosotros a ellas. Bares con la banda sonora de siempre, la de los éxitos de la época dorada de la radio, antes de que el ébola del mercado lo gangrenara todo. Si no fuese por los bares, no estaría yo aquí, en este domingo muy tranquilo, escribiendo sobre mi amigo Antonio. No entran aquí las metáforas y la anchura fantástica del lenguaje. No estará Your song en un cantabile ajardinado, tarde ya, cuando cierran o están a punto de cerrar las calles, en un trío de sonoridad infame. No están los langostinos conileños, los Jamo coquetísimos, un par de cientos de cartas escritas no por mí, sino por mi incontinencia verbal y que los dos, Antonio y Auxy, todavía guardan en cajas, como constatación brutal de mis arrebatos.
En uno de esos bares de tan grato recuerdo para ambos le escribí, levemente achispado, el esbozo de un poema que luego, en detalles, corregí y publiqué. No llevaba título o, al menos, ahora no recuerdo que yo se lo pusiera. Cuenta, en todo caso, la sensación de que el mismo Antonio, en su proceder, en lo que ofrece a los demás, suscita que se escriba sobre su persona. Si me da permiso y alcanza fama en alguna disciplina, aparte de las que ya domina, le pediría que me permitiese ser su biógrafo, quien registre indeleblemente el vértigo y la fiebre, las dolencias y los efluvios, las escaladas a picos muy altos y las bajadas a infiernos muy grises. Quedará este volunto mío de domingo muy tranquilo para que alguna vez lo relea. Sé con completa seguridad que será más suyo que mío en cuanto le eche el primer ojo encima. No se me escapa que habrá pasajes que recuerde íntegramente. Es lo que tiene el cabrón, que tiene una memoria de muchos teras. El poema ahora, y vamos cortando.

En mi amigo Antonioabrevan
provincianas, elementales bestias,
alucinados ángeles de su verbo claro.

Siendo como es
dios de su gongorina prosa,
abruma, en ocasiones,
con su parlamento,
y remotos pájaros
le vienen en bandadas,
improvisados y únicos,
y con ellos departe
sobre demiurgos y tanques.

Complacido de su secreta causa
y ufano de itinerarios y laberintos,
mi amigo Antonio
celebra el tiempo acodado en una barra de bar,
minucioso y sencillo, feliz y glorioso.
Se deja así
vivir
ordenando el tráfago del día
en cervezas,
en periódicos,
en un hijo bonito
que le trajo el Atlántico,
en esposa
cómplice en vuelos.
Este poema nos ocupará, bien lo sé,
largas conversaciones en Espuma's,
que ya no existe.