Descubrí a Antonio Tabucchi hace relativamente poco; bastante tarde. Había oído maravillas de Sostiene Pereira, e incluso había visto la película. Pero Tabucchi se había convertido para mí en uno de esos autores que, sin saber muy bien por qué, no me interesaban más que muchos otros que tampoco había leído. Fue Enrique Vila-Matas, cómo no, quien me descubrió, en alguna de sus novelas, o quizá en alguno de sus artículos, la literatura de Antonio Tabucchi. No recuerdo cómo fue. El caso es que una noche dormí en casa de mis padres, en Zamora, y olvidé meter un libro en la mochila, así que tuve que rebuscar entre los anaqueles paternos hasta dar con una novela que me interesara y que no hubiese leído. Entonces me topé con Sostiene Pereira y no lo dudé dos veces. Recuerdo que me leí el libro entre esa noche y la mañana siguiente y que me dejó esa sensación, casi física, que dejan las grandes obras en el paladar. Me pareció una obra increíble, propia, distinta, vanguardista, entrañable, mística… y me empujó a leer más libros del autor italiano. El siguiente fue La cabeza perdida de Damasceno Monteiro. Otra genialidad, con una trama que sirve como excusa a algo aún más grande, con la saudade portuguesa destilando lágrimas que caen de las páginas. Después vino Requiem. Una obra que me marcó e incluso influyó en la ejecución de mi novela Biblioteca Nacional, la cual estaba escribiendo por entonces. Tristano Muere y Pequeños equívocossin importancia fueron los dos siguientes, los dos últimos libros de Tabucchi que leí. Ahora, con calma, terminaré de leerlos todos, pues por desgracia el escritor italiano no volverá a sorprendernos con nada nuevo.