Pero la figura de la madre es otro cantar. De herencia judía, intenta educar a su hija lo mejor que puede, a pesar de tener que trabajar y poder dedicarla poco tiempo. Sin embargo, la muerte del padre la sume en un duelo feroz y solipsista, en el que sólo existen ella y su inmenso dolor. Esto deja fuera a sus hijos y por supuesto, a sus vecinas y familia.
¿Cómo se crece con la figura de la madre ausente? Vivian Gornick no sabe responder a esta pregunta. La protagonista pierde a su padre y tiene que elaborar su propio duelo, además de sufrir la ausencia de su madre en plena adolescencia. Su madre sólo estará presente como figura negativa y castradora, que dinamita todo lo que hace su hija. La enemistad entre su madre y la antigua vecina y amiga, Nettie, sus confrontaciones en los temas sexuales y amorosos, también marcarán las vivencias de la protagonista.
¿Culpa Vivian a su madre de su desastrosa carrera con los hombres o de haber llevado una vida mediocre? Tal vez, pero no lo dice abiertamente. La figura de la madre oscura, siempre deprimida, tumbada en el sofá y mirando al vacío. La tristeza asfixiante, que todo lo envuelve, que aísla a la familia en lugar de unirla. El duelo mal elaborado de la hija por su padre y la necesidad de encontrar una figura que cumpla el rol del padre ausente son factores que tendrán un peso decisivo en el desarrollo de la protagonista, quien llega a afirmar en un momento decisivo del libro que ninguno de sus dos hijos bastaron para alegrar la vida de su madre, quien siempre se debatió en la tristeza y el vacío.
A lo largo de sus paseos por la ciudad de Nueva York, ambas mujeres recuerdan el pasado y desgranan sus historias, corrigiéndose, añadiendo detalles y echándose en cara todo aquello que no se dijeron entonces. Un libro sincero y honesto, cuya lectura duele, pero es necesaria y que nos recuerda que lo único a lo que podemos aspirar es que algún día nuestros hijos nos perdonen.