Poco a poco vamos entendiendo que un líder no tiene por qué saber lo que hace; tiene, simplemente, que aprender a comparecer entre apocalíptico e indolente, tiene que representar su papel y figurar como redentor de la culpa colectiva. Porque todos somos culpables pero sólo el líder es el responsable.
Vemos en la última rueda de prensa que nos ha regalado Rajoy la escenificación del pánico. Cuando todo termine tendremos el mismo valor para, de forma indolente, anunciar el apocalipsis. Señores, esto se acaba —nos diremos unos a otros en la oficina—. Luego seguiremos a lo nuestro. El final será un final en sordina, acolchado, un final que nunca se acaba, es decir, una agonía.
Como ya sabemos que el presidente del Gobierno no tiene nada que decir, cuando sale a escena entendemos que lo hace para representar el papel de líder. También entendemos que por esa razón sus frases suenan en una especie de playback: oímos algo pero él no dice nada, oímos lo que se supone que debemos escuchar. Por ejemplo: “No va a haber ningún rescate de la banca española”. Frase a todas luces erotizante que sugiere la siguiente realidad: “Todos sabemos que el rescate es inminente, falta por dilucidar los términos en que se dará”. El erotismo consiste en sugerir una realidad fabulosa que solo puede ser completada en el imaginario de cada uno. Todos imaginamos el pecho desnudo tras la blusa negra, turgente, algodonosa.
El erotismo admite la participación del espectador, la pornografía no; agradecemos al señor presidente que nos regale píldoras eróticas para que seamos nosotros quienes completemos la información, o desvelemos su verdad.
Solemos imaginar el fin del mundo como una orgía de explosiones, un derrumbe repentino de los cimientos; sin embargo lo más probable es que veamos con indolencia, en la tele, cómo alguien nos dice que todo ha terminado y, después de unos minutos de publicidad, volvamos a nuestros asuntos. El mundo se ha transformado en un asunto indolente, esto encierra dos sentencias: ya no hay lugar para el sufrimiento, pero tampoco para la euforia.
Imaginamos que Mariano Rajoy comparecerá con el mismo rictus implacable el día que nos anuncie que nos hemos ido a pique, y que el Estado español es un montón de cajas empaquetadas para la mudanza. No sabemos hacia dónde iremos, pero al menos habremos terminado con la intriga, no habrá más incertidumbre y la confianza en nuestro fracaso será por fin absoluta.
Esta representación en la que se premia a un tipo que hunde un banco, o se afirma que recortar el gasto en la educación pública consiste en apostar por ella, no conoce fondo. Mientras que Bankia admite que cerró 2011 en quiebra técnica, Rodrigo Rato se vanagloriaba, el día que abandonó la entidad, de los números conseguidos durante su gestión. No entendemos nada.
No entendemos que el apocalipsis sea una cuestión trivial, un asunto más dentro de la marabunta de asuntos que se vienen sucediendo. El apocalipsis se inventó para finiquitar todos los asuntos, no para rubricarlos, no para formar parte de ellos. El apocalipsis es el final de toda expectativa y resulta que el Gobierno, con sus declaraciones habituales, nos da la idea de un apocalipsis sereno, indolente, reflexivo. Nunca un final fue tan dulce.