¿Es justa la guerra contra quienes bajo ninguna circunstancia desean comerciar con nosotros y, por tanto, rechazan por completo los ideales y las comodidades de la civilización?
No existe un derecho natural del hombre a habitar y mucho menos a gobernar la tierra en la que ha nacido. Al no depender de un entorno determinado para la supervivencia, es posible y deseable que abandone su lugar de origen cuando lo desee y pase a habitar otro. Esto implica reconocer que todos los lugares pueden y deben ser habitados por cualquiera, en la medida en que se cumplan ciertos requisitos comunes de tránsito y establecimiento.
Por otro lado, no es a la tierra a la que se gobierna, ya que ésta no es capaz de obedecernos activamente, sino a los seres racionales que la pueblan. Todo ser irracional está de suyo excluido de la sociedad de los hombres, salvo que se prevea su futura integración según el orden de la naturaleza. A contrario sensu, todo ser racional ha de tomar parte en ella de un modo u otro, considerada en su globalidad.
No se da, en fin, una sacrosanta libertad individual o colectiva a la que debamos respetar a ultranza. La libertad misma está en función de un ideal civil supremo, a saber, la necesaria amistad de los hombres. Así, el único derecho inalienable, fundamento absoluto del resto, es formar sociedad con todos nuestros semejantes, contemplando reglas comunes de hospitalidad, realizando una actividad productiva y difundiéndola mediante el comercio.
La nación salvaje, esto es, hostil a las demás y planteada como una autarquía pura, al cortar todos los vínculos con la humanidad, libraría a ésta de todas sus obligaciones naturales para con ella. Aunque fuera pacífica, resultaría dañina, pues basta con denegar sin razón a sus vecinos el derecho de paso para serlo; y aunque fuera feliz según su propia percepción, sería enteramente inútil e indigna de amparo ante aquellos que no pudieran esperar nada de ella. Por tanto, su conquista estaría justificada.