Apostilla

Por Daniel Vicente Carrillo


La transición del paganismo al cristianismo, aun siendo traumática en la lenta agonía de los últimos siglos del Imperio, no conllevó una mudanza absoluta de las concepciones sobre la divinidad y la vida futura. Muchos paganos pudieron sentir que abrazando la fe cristiana purificaban sus anteriores creencias, emancipándolas del lastre pueril de la poesía y librándose ellos mismos, fieles, de la sujeción a las imágenes vulgares para abstraerlas hasta la dureza del concepto y reconducirlas de este modo a la sobriedad del nuevo culto, de misterios más amables, conversiones más íntimas y sacrificios incruentos.
Lo que sigue refiere a los emblemas de las lámparas funerarias romanas de la anterior entrada.
El mito de Prometeo cincelando a su criatura humana en el primer emblema guarda estrecha relación con el relato en el libro del Génesis de la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios, esto es, unido a Él por su vínculo con la razón y su conocimiento del bien moral. Es hecho así dominador de lo animal y, en menor medida, de la propia animalidad, que permanece en el cañamazo de su alma como doloroso estigma, del que los suplicios prometeicos en la roca del Cáucaso podrían ser reflejo. Al escapar el neonato de las manos de su Hacedor, a su diestra, se enfrenta con la muerte y con la eternidad, a su siniestra. Minerva, a la que asciende el homúnculo de Prometeo, representa la sabiduría en sí misma que se obtiene como galardón de la pureza; nace también puramente esta diosa de la testa de Júpiter, lo que recuerda a la concepción virginal de Cristo y a la generación eterna del Verbo en el dogma de la Trinidad.
En el segundo emblema la nereida se abraza al hipocampo, simbolizando la esperanza del alma de renacer en su elemento primigenio, el agua, según era opinión común, respaldada por la filosofía del de Mileto. Con agua es bautizado el cristiano; al agua es comparado Dios en los salmos, y a un ciervo sediento el alma. Orfeo canta que es Océano padre de los dioses inmortales y de los hombres mortales. Y Sócrates en el Fedón cree que acaso exista una armonía entre las almas que nacen y las que mueren, procediendo todas del mismo lugar y retornando a él. Así pensaba también Pitágoras.
Psique, el alma, es presentada en el tercer emblema con alas de mariposa, pues como la larva ha de mutar a una vida nueva, a la que espera mientras se pudre su primer cuerpo para dar lugar a un cuerpo etéreo o glorioso. Pero ahora decaen sus sentidos y se sume en la oscuridad. Abandona su existencia presente entre lamentos, llorando su suerte, según nos cuenta Homero que hizo la de Héctor muerto por Aquiles.
Júpiter, Óptimo Máximo, es en el cuarto emblema guardián de la Providencia y vínculo eterno de las edades.
Vesta, el quinto emblema, porta la tea con la que fertilizar el suelo nutricio, del que es ella misma alegoría. Todo ha de renovarse al morir, puesto que nada sucede en vano. Y están las palabras de Cristo: "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto”.
En fin, son todas las demás imágenes de la vanidad de la vida y mementos de la tutela de los dioses, estampadas en la efigie de la muerte. Sale el hombre del teatro del mundo como entró en él, desnudo, sepultando con su cuerpo su dicha y su infortunio.