Hemos conseguido, a los 21 meses, -que se dice pronto-, que el pequeñín de la casa duerma solo en la cuna y no en brazos, como hacía hasta ahora. Llevamos dos semanas de récord y ya me atrevo a decirlo en voz alta. Hemos sentado rutina. Por fin, una de nuestras batallas pendientes ganada.
Y si no lo hemos conseguido antes es porque no hemos querido dejarle llorando con la cabeza entre los barrotes cada noche. El éxito (tardío) de nuestro método es que apenas ha llorado. Protestó el primer día, claro, porque en brazos y pellizcando a diestro y siniestro se está mejor, pero dos días después, eso era historia.
Ya tuvimos una intentona en verano, pero apenas nos duró tres días. En esta ocasión, en cambio, nos han ayudado las circunstancias. En un mes ha madurado: entiende todo lo que le decimos y nos vemos con fuerzas de explicarle las cosas (y sin frustrarnos porque aún no habla y no nos puede contestar) Además, lleva casi cuatro semanas durmiendo la siesta en la escuela infantil, solo en su colchón junto a los otros niños, algo que nos parecía impensable. Si allí podía, ¿por qué no en casa?
Como ya no se echa una siesta por la mañana y acaba el día mucho más cansado, era el momento perfecto para volver a intentarlo. Y ahí ha entrado en juego Pepito, la clave de nuestro éxito. Un cuento, inventado por el padre de la criatura, que habla de un niño pequeñito llamado Pepito (es clave decirlo con voz de pito o haciendo algún ruido sonoro con la boca), que no sabía hacer nada solito.
Pepito no sabía comer solito, ni dormir solito, ni vestirse solito, ni jugar solito. Todo se lo hacían sus padres. Hasta el día en que fue al cole y vio cómo los demás niños sabían hacer todo. Un día, uno de ellos le dijo que era Pepito Chiquitito. Pepito le preguntó por qué le llamaban así y le contestaron que porque parecía un bebé. Desde aquel día, Pepito decidió hacer las cosas él solito, porque ya era mayor. Su madre estaba contentísima con el cambio. Desde entonces, Pepito hizo todo o casi todo solo (porque no podía bañarse solo ni cruzar la carretera sin darle la mano a sus padres) y le encantó ser mayor.
Haciendo hincapié en una escena diferente para no aburrirnos, este cuento se lo hemos contado cada noche después de dejarlo en la cuna, junto a un cojín muy suave que le gusta acariciar y que hemos estrenado para la ocasión. Con las luces apagadas y el proyector de estrellas encendido (con el temporizador puesto para que se apague, bendito invento), me quedo sentada en el suelo junto a él hasta que se duerme. Y si se despierta a media noche lo repetimos todo punto por punto: brazos, mimos, un poco de agua y a la cuna como Pepito.
Ya no paso media hora como mínimo teniéndolo en brazos hasta que se duerma, soportando más de once kilos encima y con la presión de que dejarlo en la cuna de un modo brusco pueda despertarle, dar al traste con todo, y vuelta a empezar. Ahora apenas me quedo junto a él, se duerme en dos minutos. El siguiente paso será irme de la habitación nada más dejarle y que se quede tranquilo.
El cuento ha sido un exitazo. Y no lo negaré, está inspirado en el pequeño de casa y de su clase (lo malo de nacer en diciembre). Funciona y demuestra lo mucho que aprenden los niños a través de los cuentos y la lectura.
¿Vuestros hijos también aprenden a través de los cuentos?