Veo una tendencia a minusvalorar el aprendizaje de memoria. Lo importante sería comprender, no memorizar; lo importante sería entender y no repetir como loro. Con lo cual vengo a enterarme que la memoria y la comprensión son cosas excluyentes. (¿No se puede recordar y también comprender?)
Aquí donde vivo (Europa) suele ponerse como ejemplo que muchos chicos de algunos países islámicos tienen que aprender de memoria el Corán, sin entender realmente lo que están diciendo. Lo cual es un razonamiento extremadamente optimista: ¿cuántos adultos pueden decir que comprenden realmente a fondo un texto sagrado? Y quienes los comprenden a fondo, ¿tomaron contacto con él recién a edad adulta? (obviamente no.)
Mientras que (si medianamente se comprenden las palabras que se están memorizando), muchas veces uno recuerda cierto pasaje que ha aprendido de memoria “sin entender” y le encuentra súbitamente sentido. Lo cual no hubiera ocurrido jamás si no tuviera uno el texto ya incorporado, antes de la experiencia que dispara esa nueva comprensión. Quien jamás haya tenido esta experiencia de comprender a posteriori, puede tirar la primera piedra.
Dicho en términos financieros: al aprender algo de memoria a tierna edad se está poniendo un capital “a trabajar”; los intereses los verás años más tarde.
Borges lamentaba, ya ciego, no haber memorizado más libros, porque entonces dependía de quien le leyese. Su argumento era que si supiese más textos de memoria podría repetírselos a sí mismo cuantas veces quisiera, sin depender de los ojos ajenos.
Una cosa sí es cierta: las computadoras, internet, han terminado con las carreras de los académicos cuya única y exclusiva virtud era tener una memoria fabulosa. Hoy, ya no otorga ventaja saber en qué obra de Oscar Wilde está determinada frase: basta con consultar un banco de datos bien hecho.
Sin embargo, saberse de memoria todas las obras de Oscar Wilde (es sólo un ejemplo) permite interrelacionar pasajes aparentemente inconexos – cosa que no puede hacer (hasta hoy) un banco de datos porque … no comprende lo que está almacenando. Y resulta que los humanos sí comprenden, quieran o no. Si hasta le buscamos sentido a las formas aleatorias de las nubes.
Otra cosa también es cierta: en la era digital, aprender cosas de memoria tiene un valor relativo:
- Si mi teléfono acumula centenares de números, no necesito sobrecargar mi memoria de datos inútiles (aunque mejor no olvidar el número del médico de urgencias).
- Si mi procesador de textos sabe las normas de ortografía, teóricamente no necesito saber si “jefe” se escribe con j pero “generalmente” con g, y así nos podríamos concentrar en lo “importante”. (¿Ah, ven ustedes este argumento con suspicacia, como yo? Señal que nos acercamos a una zona de derrape.)
Supuestamente, así queda espacio para los datos “útiles”, por ejemplo un texto literario, partes de la Biblia, un poema, o lo que tenga valor para ustedes.
Pero en el fondo hay una causa mucho más importante para memorizar: el esfuerzo por aprender de memoria entrena la atención. Es casi imposible memorizar algo sin concentrarse. Y entrenar la concentración tiene un valor inmenso, aunque se disponga de la biblioteca infinita y de todos los datos que se quiera a mano, y aunque se los pueda interrelacionar automáticamente.
Si -como creo- la falta de concentración es veneno para el talento -para cualquier talento que se tenga- entrenar la facultad de la atención es el antídoto exacto.
Dicho a lo bestia: para no vivir en babia, memoricen algo que tenga valor.
[Juan María Solare. Bremen, 12 de enero de 2018]
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