El olor a cigarro barato repta desde hace mucho en mis cortinas, ya es parte decorativa de la casa. No necesito desodorantes ni inciensos. El aroma de uno de mis vicios basta.
Bernabé interrumpe sus anotaciones. Se levanta y se dirige a la cocina. Se lleva el bolígrafo a la oreja y empieza a prepararse un café. Consume una marca de tipo soluble, de los más económicos, el cual no es su fascinación pero se conforma: desde hace tiempo recorta gastos de la canasta básica para invertir en tentaciones de primer orden. Saca la taza del horno de microondas, vierte una cucharadita de café y revuelve. Regresa a la mesa. Escribe.
La noche de hoy parece muda. ¿Dónde están sus voces, sus gritos, sus vicios?
Y se detiene otra vez. Juega con el bolígrafo. Da un sorbo. Y recuerda el sabor de aquel café de gran calidad que tomaba cuando vivía con sus padres. «Nada que ver con este», piensa. Y el bolígrafo sigue ejecutando las labores de una bataca sobre el cuaderno. Enciende un cigarro y lee en voz alta: La noche de hoy parece muda. ¿Dónde están sus voces, sus gritos, sus vicios? No sé le ocurre algo más. Otro sorbo al café. Vuelve a leer: …sus gritos, sus vicios? Y otra vez la mente en blanco. El verse, el saberse sin ideas, o al menos ideas poco claras, listas para escribir, es algo que le causa ansiedad. A pesar de que los síntomas han disminuido desde que acude con la psicóloga, aún hay días en los que esa “diablesa”, como la llama él, aparece sin piedad; sobre todo, en las noches.
Bernabé lee por séptima ocasión… «sus voces, sus gritos, sus…», cuando estalla otra idea. Vuelve al cuaderno efusivamente.
A este paso pienso que pronto voy a reventar. ¿Y si me muero? Entonces ahí encontraré, tal vez, la luz que tanto me hace falta.
(Fin. Parte 3 de 3)