Apuntes dominicales

Por Calvodemora
No sé cómo puede ser que convivan en un escaparate de una librería las memorias de David Bisbal, que deben ser una cosa meliflua, de interés couché más bien, con la poesía completa de Jaime Gil de Biedma. Será que quienes conviven son los que están detrás del escaparate, los que se dejan engatusar por una lectura o por otra, y entonces se cae en la cuenta de que está bien esa convivencia un poco absurda para uno y que, sin embargo, no causa malestar alguno en otros. Yo mismo soy un devorador sincopado de discos de jazz y no he escuchado en mi vida uno entero de boleros. Bisbal es el bolero irrelevante y Gil de Biedma, en mi cabeza, es el bebop sacudiendo fieramente mi corazón. Hay cuadros en los que no encuentro nada que me conforte y otros en los que gustosamente me colaría por ver qué hay dentro que el mirar no alcance. Personas que en mí no producen interés y que causan el más alto en otros. Paisajes que me sacuden y que pasan desapercibidos para quienes no se prestan a cuidar la mirada que los registra. La alta cultura, que Gid de Biedma representa sin duda, y una de menor rango, con un fuste ético o pasional o intelectual menor, pero quisiera yo acudir a quienes venden ambas (la alta y la baja) y que elijan cuál les reporta un beneficio mayor. Es posible que sean los bisbales del mundo, con sus biografías irrelevantes, con sus historias de amores minúsculos, con toda esa banalidad rentable, los que permiten que no cierren las librerías con solera y que algunas nuevas se instalen en las calles, tan necesitadas de ellas, por otra parte. Que los biedmas precisan de esa cooperación noble, un poco bastarda, para que no se pierda del todo su mensaje.

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En estos días, acercándose la Navidad, me siento más ciudadano de Nueva York, pongo por caso, que de mi Córdoba natal. No tiene la culpa Bedford Falls o el inventario ingente de películas que los americanos han ido dejando en las carteleras. No es el espíritu de Santa Claus, tan ajeno a mi cultura; digo que no entiendo bien la razón por la que suceden estas cosas, pero es escuchar a Dean Martin cantando Let it snow, let it snow, let it snow (creo que lo dice unas cuantas veces) y siento un arrebato navideño que rivaliza con los que sienten algunos bien cercanos a mí con villancicos flamencos o con las melodías de antaño, las de la vírgen en el río, los peces y todos los arcangélicos espíritus depositando su letanía de paz para la gente de buen corazón. Pero ah siempre hay alguien que nos gana en estos extremos del gusto personal: ahí tengo a mi buen amigo R.P., que ama la navidad de un modo que no he visto a nadie, en cualquiera de sus vertientes, incluyendo la de las canciones de los renos con la nariz gorda y el barbudo barrigón comprobando los regalos una y otra vez. 


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Distraigo la tarde del domingo poniendo y quitando unos cables en el equipo de música. Sé que lo mimo más que casi a ningún objeto de mi casa. Contribuye a mi felicidad de un modo absoluto, sin recortar un ápice su generosa entrega de agudos y de graves, sin que yo aprecie un punch menor en su restitución formidable. Lo compré hace veinte años (casi veinte años) y todavía me emociona. Es curioso que piense que es mi equipo (compuesto de varias marcas: Marantz, Bowers & Wilkins, Sony) el que me conmueve y no los discos de Joe Pass, de The Beatles o de Joan Manuel Serrat. Le da a uno a la electrónica una muy alta consideración en esa lista no excesivamente larga de cosas que lo elevan de la realidad y lo conducen a otro lugar. Allí están Bach y Charlie Parker y Bing Crosby. Ahora mismo estoy escuchando White Christmas. De verdad que es una tarde de domingo espléndida. Hasta el árbol de Navidad (nada de portal este año) está ahí, en el recibidor, luciendo, enhiesto, reventón de campanitas, espumillones y bolas de colores.