Cuando pienso en el protagonista de mi novela imagino siempre un hombre sin rostro. Dicen que la cara es el espejo del alma, mi personaje es un hombre que carece de alma; quizá de esa primera impresión se alimenta la imagen: un hombre sin alma, esto es, un hombre que carece de movimiento, de voluntad, de energía, de rostro. Etimológicamente la palabra alma (del latín anima) designa la cualidad de ciertos seres vivos para moverse por sí solos. Mi personaje no tiene capacidad para moverse por sí solo, responde al arquetipo de héroe negativo, que no es capaz de tomar decisiones, que sucumbe a sus circunstancias y está incapacitado para la lucha. Mi personaje es trágico, quiero decir con esto que conoce su destino y sabe que es inevitable, lo acepta y su única forma de rebelión consiste en negar todo esfuerzo, su única forma de rebelión es el cinismo. Frente a un mundo a todas luces injusto, incomprensible, carente de sentido, mi personaje elige la no acción, pero no se trata de una elección libre, se trata de una imposición. La tragedia debe ser siempre inevitable para hacerla demoledora, para que pueda oponer frente al mundo una lógica distinta: la lógica de lo incomprensible. Morir en un accidente de tráfico resulta grotesco por evitable, morir por un cáncer es de una incontestable solemnidad.
En realidad la imagen del hombre sin rostro no ha estado siempre ahí, quiero decir que, primero escribo y luego le voy poniendo imágenes (o no) a lo que escribo. El hecho de que no tenga rostro me permite una trampa: ponerle cualquier cara cuando me acerco a él. Acercarse a un hombre sin rostro es como asomarse a un escaparate donde podemos ver el contenido de la tienda o nuestra imagen reflejada en el cristal, lo cual me lleva a pensar que, si mirando al hombre sin rostro puedo verme a mí mismo, mi protagonista es de algún modo todo lo que yo soy o todo lo que yo he sido alguna vez o todo lo que nunca he podido ser. La ficción pura no existe, nunca ha existido.
El hombre sin rostro responde también a un problema de técnica: el lenguaje debe iluminar lo que la imaginación poco a poco va construyendo, la limitación del lenguaje es su mayor potencial. Esto significa lo siguiente: leer es ir levantando el edificio que en el libro está sólo proyectado, como una partitura o como un plano de un arquitecto; el libro es la idea, el libro es el proyecto, la obra sólo está terminada cuando alguien la construye en su cabeza. De la misma manera que la quinta sinfonía de Beethoven sólo tiene sentido cuando alguien la interpreta o cuando alguien la escucha, de la misma manera que la Sagrada familia sólo tiene sentido cuando los arquitectos interpretan los planos y levantan los muros, el libro sólo vale cuando es leído, su estar en el mundo (como el estar en el mundo de las grandes obras de la música y la arquitectura) depende de que alguien se tome la molestia de leerlo. El libro es en este sentido un objeto mágico, porque sólo existe cuando alguien lo lee, sólo está cuando alguien va construyendo en su cabeza lo que las páginas tratan de decir. El hombre sin rostro es, desde esta óptica, un personaje que admite cualquier lectura superficial, o sea, cualquier cara.
Pero no ha sido una imagen premeditada, el hombre sin rostro no responde a todo lo que acabo de explicar, al contrario, todo lo que acabo de explicar me lo sugiere esa imagen obsesiva de un tipo sin rostro, con la cara borrada, una cabeza oblonga de color blanco sobre un cuerpo perfecto, atlético, delgado, fibroso.