comparto este post originariamente publicado en Panamá donde martín rodriguez refiere el libro de sebastián carassai "los años setenta de la gente común", uno de los libros que estoy leyendo en la actualidad y por una cuestión arbitraria (mundo parió es mi blog, qué tanto!) lo publico en este momento porque es un libro más que interesante (su enfoque, su método de estudio) y porque martín rodriguez es un crack escribiendo. salute
APUNTES SOBRE “LOS AÑOS SETENTA DE LA GENTE COMÚN”
Por Martín RodríguezSebastián Carassai es autor de un libro cuyo título dice todo: “Los años setenta de la gente común” (Siglo XXI, 2013). Sin embargo en todo el libro no vuelve a nombrar literalmente a la “gente común”. En un principio, se trata de entrevista a personas que organizan también la investigación en puntos cardinales (Santa Fe, Tucumán, Buenos Aires) para que el texto tenga amplitud territorial. Sinteticemos su título más a gusto: es un libro sobre la clase media no politizada durante los años 70; donde da por hecho, sin emitir juicios apresurados, algunos rasgos de esa relación entre clase media y política: la militancia era una minoría, la mayoría de esa clase no era militante y seguía siendo, en esencia, anti peronista.…En la investigación se confirman hipótesis, prejuicios, desconciertos, todo lo que suele rodear a la “clase media” en cualquier análisis, sus contradicciones flagrantes, versiones de los hechos que forman un archipiélago de confusiones. Es gente que habla de historia sin la línea de tiempo reconstruida por la educación democrática. ¿Qué busca el libro? Digámoslo sencillo: la violencia. La vieja violencia partera de los años 70. Una violencia que no es la violencia del presente, que no es la violencia social de estos años. Y más aún, lo que el libro busca es la “naturalización de la violencia” (tal como dice el subtítulo del libro), porque –según el autor- se trata de una violencia que aparece en dos sentidos: en la superficie de un discurso de rechazo a la violencia política, y también como una violencia que no “se sabe que se tiene”, es decir, la violencia en el lenguaje, en las imágenes, en las ansiedades de los que esperan cambios “irreversibles”, etc. No se trata de la imagen de una sociedad paralizada frente a la acción de unas “patrullas perdidas”, tal como se suelen algunos presentar desde el “escándalo del presente” la retrospectiva de esos años. Carassai se concentra en la “violencia” no para darle su perímetro exclusivo y político sino, también, para mostrar su circulación, sus lazos, sus lenguajes. Dice Carassai: “Más lejos o más cerca del protagonismo histórico, militantes y no militantes de las clases medias tendieron a coincidir con cúpulas militares y con los grupos guerrilleros en una creencia, basada menos en el contenido que en la forma, fundada en el rechazo a procesos paulatinos y en la fe en acciones extraordinarias, en acontecimientos que, como un rayo, partieran en dos la historia.”Carassai además de las entrevistas también analiza publicidades de la época, programas de televisión, revistas, encuestas y una cantidad de material que ayuda a desmitificar las distancias, solidaridades o críticas en torno a la violencia política de esos años: ¿de verdad hubo apoyo a la guerrilla?, ¿cuál era el consenso sobre las dictaduras?, ¿cuánta clase media estaba politizada? Así avanza su desmalezamiento por el viejo campo de batalla.…
Lo primero que hay que aceptar, como pacto de lectura con el libro, es que se habla de “violencia” sin usos ni abusos. Su tono no es moral, es apenas distante. No objetiva la violencia como si fuera una metafísica que se abstrae de lo que ella significa como instrumento de la política. No está deshistorizada, en tal caso, la violencia aparece como una materialidad concreta. Diríamos: es algo que está “en el medio” de esa sociedad. Dice: “En lo que refiere a la ética, puede pensarse que durante los años setenta la violencia devino un lazo social, por paradójico que parezca. (…) Que la violencia haya ocupado un lugar relevante en los consumos culturales orientados hacia los sectores medios no hace a estos más ni menos violentos. Indica, en cambio, hasta qué punto una comunidad había incorporado a su
habitus la violencia como una curiosa forma de sociabilidad.” Para ilustrar esta percepción en el libro aparecen fotos de notas a Carlos Monzón o al Beto Alonso donde a los fotógrafos casuales se les ocurrió retratarlos con rifles en la mano.El repaso sobre las publicidades entiende que en muchas de ellas “traducían al lenguaje del consumo transformaciones culturales y fantasías sociales”. Dice Carassai: “Durante los primeros años de la década de los setenta, adquirió popularidad una motocicleta lanzada por la empresa Gilera Argentina `creada para gente de hoy’. El anuncio que la promocionaba exhibía en primer plano el ciclomotor, y detrás una mujer que apuntaba hacia el frente con un revolver. La leyenda indicaba que la motocicleta SP 70 era la `única con permiso para disparar…’ y entre paréntesis agregaba `¡y cómo!’.” Añade más adelante: “la sensualidad y la violencia connotaron a la vez seducción y muerte. Las armas potenciaban el carácter seductor de las mujeres al mismo tiempo que la belleza de las segundas dulcificaba la crueldad de las primeras. En sintonía con el resto de los artefactos considerados en este capítulo, deseo y violencia aparecían como un binomio de términos no sólo compatibles sino también complementarios. La violencia de la belleza era simultáneamente la belleza de la violencia.”El libro, incluso justamente en éste capítulo (
Deseo y violencia), roza pero no abusa del psicologismo para analizar ese tiempo y las conductas sociales. El rechazo de sectores de la clase media sobre quienes proponían la lucha armada no excluye el análisis de la existencia de un deseo (¿violento?) de cambio. En definitiva, más allá de las manifestaciones concretas de apoyo o rechazo a tal o cual opción política, el libro contribuye a mostrar un terreno donde la violencia no es estricta y excluyentemente una propiedad de la política de “unos y otros”. La campaña universitaria de la Juventud Radical Revolucionaria (opción de izquierda no armada del partido radical) tenía una consigna en 1973: “El cambio en paz… ¡o como sea!”.En los monólogos analizados del personaje de la novela Rolando Rivas Taxista aparece el centro de un cuestionamiento moral a la violencia de la época. Rolando es un trabajador argentino que vive para su familia y sufre la vida guerrillera de su hermano Quique, con los riesgos y el alejamiento afectivo que envuelven su vida clandestina. Lo que en la exitosa ficción el taxista cuestiona en su hermano Quique –dice bien Carassai– no es político, sino moral. Carassai arriesga que el problema de eso que se llama clase media, de eso que es la clase media, o de eso que está en la clase media, no es una determinada ideología política siempre, sino la presencia de un discurso moral que patenta la normalidad argentina, el equilibrio familiar, la preponderancia del esfuerzo individual (el “no se lo debe a nadie”) por sobre la política. Si eso “es” la clase media también ese “es” su discurso de proyección, porque ese discurso tiene raíces populares más amplias. La moralidad aparece como terreno pre-político. Y cuando pensamos en la “normalidad” no pensamos sólo en los términos de un orden aburrido o conservador, sino en la expectativa social de ser feliz, de progresar. La
felicidad es una de las formas de nombrar eso mismo. Digámoslo así: lo que la gente “normal” desea es la felicidad y eso es una excepción, es un deseo de progreso que no se alcanza solo pero cuya expresión e imaginario están desenganchados colectivamente. Son discursos defensivos e individuales cuyo horizonte debería ser de conquistas colectivas pero que aparece arrebatado ese espacio común por la política.El libro da cuenta de muchos discursos simultáneos (más o menos politizados, de Tato Bores a Rolando Rivas) sobre la ruptura de parámetros que justamente siguen funcionando como mano invisible de la sociabilidad. Muchos materiales del libro especifican ese deseo de “de casa al trabajo y del trabajo a casa”. Y si en el imaginario del justicialismo el trabajador silvestre es el que “nunca hizo política, siempre fue peronista”, lo que trabaja Carassai es la identidad de clase del que “tampoco hizo política, siempre fue radical” (o desarrollista, si más sofisticado; o socialista, si más romántico). Una identidad laica que, medida voto a voto, es una minoría, pero medida en su proyección cultural trasciende el número e instala un sentido común. ¿El peronismo no contuvo también mayoritariamente un discurso “así”? Acaso no toda política es política del orden, pero toda política está obligada a relacionarse inteligentemente con ese deseo de felicidad. Todas las tensiones políticas son, lo son, para imponer versiones de un orden justo. Puede ser un deseo más social, puede ser un deseo más policial. Vaya si el peronismo no supo hacer las dos cosas a la vez muchas veces.Por último, la investigación registra un dato esencial: la extinción de toda violencia en los discursos y las publicidades privadas a partir de 1976. El monopolio de la violencia del Estado alcanza todas las esferas. El Proceso recupera las armas para el Estado. De la bella rubia que posa con un rifle en el bosque al tanque de la DGI.
…¿Qué hace a este libro importante? Si me tomara a mí mismo como un biotipo generacional diría: porque este es
el libro que no leí. El relato de los años 70 está dominado por quienes lo pueden recordar a la altura de su tragedia. El relato es fundador de una sangre azul: las víctimas, los militantes, los familiares de las víctimas, los sobrevivientes, los ex presos, ex detenidos, ex. Contrario a lo que se supone de un tiempo que conmovió toda la estructura social argentina, el arco de los habilitados para hablar se fue angostando cada vez más hasta delimitarse en voces autorizadas. La memoria es una alta cultura de prestigios. Y ese límite no lo inventó el kirchnerismo. ¿Cuántas veces para inhabilitar su política de derechos humanos se utilizó ese recurso meritocrático que suponía que si Néstor Kirchner no había estado detenido o no había sido abogado de presos políticos, entonces no podía asumir esa política? A su pertenencia a la Juventud Peronista le faltaban pruebas de sangre, se decía. En la Argentina democrática la sangre derramada es una visa dorada. Los discursos “moderadores” de Fernández Meijide o Norma Morandini abusan también de esa misma “autoridad” papal. Carassai decide escuchar e intenta comprender eso que ya nadie escucha, esos discursos sueltos, hilachas, balbuceos del sentido común, guarangos no catequizados por la modernidad, víctimas predilectas de la televisión educativa de los productos de Diego Gvirtz. Las voces de los cacerolazos, de los que no fueron nunca a la plaza, de los testigos silenciosos de la historia que hacen “otros”. Ese fenómeno que el 2001 también mostró: poner en la escena pública lo más privado, cuando irrumpió el ahorrista, el cacerolero, un energúmenos ciudadano sin los protocolos de izquierda o populares para ocupar el “espacio público”. El que marcha por la inseguridad. Carassai viaja hacia ese fondo de cocina argentina de teorías maniqueas, autoindulgentes, pero que también son fundiciones de algunos grados de verdad que explican lapsos de gobernabilidad dura. ¿Qué le queda, qué se lleva, dónde se alojan las esquirlas de tanta historia argentina en esa “gente común”? ¿Hay “núcleos de buen sentido” en esos abanicos del sentido común? ¿Qué pensaban, qué deseaban, qué sentían? ¿Y qué piensan hoy? ¿Cambiaron? ¿Funcionó la pedagogía progresista en la mayoría no politizada, no militante? La “gente común” es el problema de la Historia, de los que escriben la historia, de los vencidos. Porque se parte además del terreno de la duda: ¿había gente común? Carassai escribe un libro que constata en primer plano la existencia de “esa” gente. Habla con ellos. Escucha.…¿Y cuáles son los ciclos discursivos sobre el pasado desde 1983?El alfonsinismo recupera el pasado y a las víctimas por lo universal que tienen. Quizás fueron “culpables”, “terroristas”, pero no se respetó su humanidad. No tuvieron derechos. De la teoría de los dos demonios (que supone equiparar las violencias terroristas) siempre se omite que se habla del terrorismo de Estado aún como uno peor y que en esos años se elaboró un discurso de víctimas que no omitían pero sí atenuaban su identidad política. “La noche de los Lápices” es el espejo de “Los chicos de la guerra”. Eran adultos para los parámetros de una “nación en armas”, pero para un orden civil a construirse eran carne de cañón, y se necesitaba la sangre de cordero joven e inocente que permitiera la condena doble entre los que los secuestraron y torturaron y entre quienes los “enviaron al matadero”.Los años 90 recuperan con más potencia la particularidad de las víctimas contra la voluntad pacificadora y el manto de olvido de la política estatal de Menem; un político peronista que oscilaba entre mostrarse como Mandela (diciendo: ¡yo fui preso!) y asumir como propias las razones de Videla (reivindicar a los vencedores). Los tomos de La Voluntad (de
Eduardo Anguita y Martín Caparrós) son el registro promedio de esa contracultura hegemónica: ya no importa tanto la humanidad universal y abstracta de las víctimas, ni su “inocencia juvenil” (los “perejiles”), sino su identidad política, por ende, el proyecto político por el que murieron. Había una “humanización” del militante, una revisión crítica de sus opciones, y una indagación del contenido político de sus causas en la Argentina de la crisis y de un orden democrático que parecía cada vez más hijo del 24/03/76 que del 10/12/83. Esto también habilitó el inicio en aquellos años de una discusión crítica sobre la política armada: no eran cuerpos atados a una mesa de torturas en un sótano estatal sino sujetos políticos.En la tercera década democrática el kirchnerismo asume desde el Estado las identidades de las víctimas. La Voluntad de las víctimas. Asume en nombre del Estado la cultura de los vencidos. Recorre un camino simbólico oficial que reivindica políticamente la causa de las víctimas eliminando cualquier posible equiparación entre lucha armada y terrorismo de estado. La voz del Estado ahora son las voces de las madres. Lo que hace más difícil cualquier discusión sobre la política y las responsabilidades de esos años. Curioso si se piensa que, por el contrario, la existencia de la justicia alivia y libera la posibilidad de una conciencia crítica. A la vez, consolidó la idea de complicidad civil, económica, empresaria, periodística, clerical… Que “eso” que fue la dictadura no entre en 140 caracteres: de movida, y para siempre, se dice que fue una dictadura “cívico-militar”. La década kirchnerista avanza sobre la naturaleza política del Proceso. La vieja imagen jurásica de la dictadura se actualiza con otros actores de la vida civil. Se trocó el prólogo del Nunca Más: de Sábato a Walsh. De los “dos demonios” a la Carta Abierta.Salvo en alguna trasnoche de Menem, la exclusión de los vencedores fue unánime. Al menos los vencedores militares y políticos. El kirchnerismo es el Estado de los vencidos: de los desaparecidos, de las minorías, de los derrotados. En ese sentido el kirchnerismo pone más en tensión la relación de la sociedad con los derechos humanos, porque levanta el manto de “inocencia” y se aleja del punto medio, de la “mayoría silenciosa”. El “show del horror” de la
primavera radical (como Fogwill llamaba al amarillismo sobre la represión ilegal, sobre la psicología de los torturadores, etc.) permitía una asimilación de buenos y malos, lobos y corderos, sádicos y víctimas, donde alguien (no importa quién, no importa por qué) llegaba a un centro de detención, y ahí se abría el capítulo de un nuevo Matadero: la sociedad podía decir que no aceptaba la metodología del terror de Estado independientemente de sobre quién se aplicaba. Juzgar la historia por sus medios fue la opción de recuperación democrática, lo que logró consensos mayoritarios que implicaban la solidaridad de quienes a la hora de juzgar los “fines” se hubieran extrañado. Pero la justicia y la Historia se relacionan así: hasta un punto. Para los años 80 la lectura era la de una identificación con las víctimas de la represión ilegal. El consenso de los años 80 decía que el círculo abierto por el Proceso del “por algo será”, tenía su reformulación cívica en un “no importa ese ‘algo’, se merecían el estado de derecho aunque fueran terroristas”. Pero el kirchnerismo hace explícito y oficial ese “algo”. El kirchnerismo te cuenta el “algo” del “por algo será” o del “algo habrán hecho”. Es un discurso sobre los años 70 que no refina el sentido común, ni el extrañamiento frente al horror, y que no imagina una sociedad inocente. Por otro lado, la crisis de 2001 hizo inevitable una lectura económica de la historia: fracasó lo que empezó en 1976. Eso se fue abriendo en la conceptualización definitiva de un ciclo adverso de la vida económica y social del país: el “neoliberalismo” de 1976 a 2001.
…¿Quién quiere a la clase media?También sabemos que de esa misma clase surgen los sujetos radicalizados. Los universitarios del entrismo. Muchos que hacen Historia. Y también sabemos que ese mismo origen de clase es el que los desacredita: el que los volvió “menos peronistas” o “izquierdistas de café” a ojos siempre de una interpelación esencialista o auténtica. La clase media está en el intríngulis de todos los imaginarios: debe dejar al peronismo en paz porque es de los obreros, a la izquierda clasista en paz porque no pertenece a la clase, al populismo en paz porque ya tiene lo que desea, no debe golpear las puertas de los cuarteles porque es minoría, y así, en el trasfondo, en muchos imaginarios es una clase mutilada. Por izquierda nadie quiere ser de clase media. Aparece al lado del camino, representada como los sujetos de un
No Lugar que piden que no haya Historia, es decir, que no haya revoluciones o lucha de clases, y que si se meten en las revoluciones o luchas de clases son extraterrestres. Lo cierto es que es en esa clase donde aparece sellado un pacto social, el de los que dicen que quieren “normalidad”. Una vida entregada a las metas individuales, con un Estado lo más justo y a la vez lo menos molesto posible. Ahora, ¿existió esa normalidad alguna vez? En la Argentina todos desean un pasado de armonía que siempre “está más atrás”, que no se sabe cuándo ocurrió, bíblico. ¿Fue durante el gobierno de Marcelo T. de Alvear? ¿El primer gobierno de Juan Perón? ¿Un mes de Frondizi? ¿Una semana de Illia? ¿El primer mes de Onganía? Ahora, en el presente, el punto ciego de este discurso anti clase media es la dictadura. La clase media trabajadora, cuentapropista, profesional y despolitizada, tiene en esos años –se supone- su fábula del orden.…En las mil ecualizaciones que registra este libro-antena de Sebastián Carassai, surge en el centro, quizás, su pregunta: ¿qué construyó el orden del Proceso? ¿No es justamente “esto”, en nombre de “esto”, que se construyó ese gobierno militar? No es el orden para la “gente normal”. No es volver a distanciar la política, el Estado, sus excesos benefactores, de la gente. Y, a la vez, ¿no fue durante el Proceso el momento histórico en donde el Estado –bajo una de sus formas, la más primaria, la del punto de partida weberiano (Estado reducido al monopolio de la violencia) – se hizo más presente que nunca? ¿Volvió a haber tanto Estado como en la dictadura militar alguna vez? Estado cuerpo a cuerpo.Pero el espectáculo de esa dictadura fue el orden, el silencio, y no la violencia. La tecnología de la dictadura fue la invisibilidad de la violencia. Independientemente de los controles, de la presencia policial, de las razias, de la censura, del ojo en todos lados. Porque esa fue su rutina política: un teatro de represión explícita del que no dependía exactamente el éxito de su “guerra sucia contra la sociedad”. El éxito dependía de la capacidad de ser invisible y clandestino, a la vez que sostener su desfile prusiano donde se cantaban las victorias que no se veían, los campos de batalla intangibles. Teatro del Estado + mano invisible de la represión. La tortura era el arma, y la tortura no se muestra nunca. La dictadura aparece como un pacto (de silencio) social: un “algo habrá hecho” el Estado. Complicidad, sobrevivencia, prudencia, miedo, aparecen en los relatos como sentimientos o percepciones confundidas pero que se distancian lo más que pueden de la política, de los hechos, bajo los paraguas que siempre se repiten (“por algo será”), y es lo que Carassai llama el “Estado supuesto saber”, lo que supone para el civil que el Estado sabe por qué hace lo que hace, y que saber que el Estado sabe por qué lo hace (aunque no se sepa, ni se quiera saber, ni se quiera decir, qué es lo que hace) alcanza. Carassai dice bien esto, lo llama: “una superstición civil”. Vivo mi vida sabiendo que hay un Estado que sabe por qué hace las cosas que hace. Y donde los límites de la sociabilidad, retirada la política de la escena, vuelven a ser claros. Todo Estado, así, parece tener en el centro un corazón militar donde anidan razones inaccesibles. La masa rodea a los legales que portan las armas. Carassai se asoma al misterio: el Estado es una superstición. Viene del fondo de los tiempos, con ruido de corceles y de aceros. No sabemos, pero sabemos que el Estado sabe. Porque la pregunta también es: ¿cuánto SABE una sociedad? ¿Cuánto soporta saber? ¿Dónde está el basural adonde manda lo que no puede asumir que sabe, lo que sabe pero también sabe “no puede hacer nada”? ¿Qué hago con esto que sé? La dictadura se muestra mucho más en lo que une aquellos años a la sociedad y al Estado que en lo que la sociedad o el pueblo “resisten”. No es que no haya habido resistencias, Madres de Plaza de Mayo, APDH o la CGT de Ubaldini, pero en esos años se tramó algo que las historias épicas no nos explican: el pacto de silencio del pacto social. Lo que se sabía, lo que se aceptaba, lo que se callaba, lo que no se sabía tanto, y así, versiones que rodean una pregunta mayor: ¿qué se podía hacer si además eso que ocurría me convenía, me beneficiaba, me devolvía certezas mínimas para la vida? La dictadura vuelve a fojas cero una imagen de la civilización moderna: la gente está sola frente al Estado (que mata). Los mil runrunes que oímos de la “gente normal” son las mil formas de adaptación, de supervivencia, de complicidad con un Estado que se reconstruye desde su principio: desde la violencia. Desde toda la violencia que sea posible. Desde todas las formas de violencia que ni siquiera reconocen los límites legales que el mismo Estado fija. Pero oímos estas voces, estas versiones vidriosas de los años mitológicos, las oímos aún en el viento, las oímos en algo más que el perímetro de la clase media, las oímos también con igual fuerza llegar desde todas las clases, las oímos y también decimos “¡Pueblo Argentino, Salud!”. Carassai busca en las voces de esos paisanos blancos un hilo posible, la entonación de una moral de fondo donde se dice todo: ¡sabíamos demasiado!, ¡no queríamos saber!, ¡no supimos!, ¡no supimos qué hacer con eso que quisimos que se haga! Un ciclo que va desde la violencia aceptada como
habitus al monopolio definitivo que impuso la dictadura y que sentó las bases civiles del futuro orden democrático: sólo el Estado (
ese Estado) es la Nación en armas. Por suerte la democracia no cumplió la otra mitad: el desarme ideológico. El juego en que andamos.