Allí está ella. En el mismo lugar de siempre. Viste una chompa verde, una blusa marrón y un pantalón, de corduroy, color verde petróleo. Sus pies se mantienen firmes y apoyados contra el suelo. Puede desplazarse, obviamente, pero no lo desea: ella quiere volar. Y lo seguirá intentando hasta conseguirlo.
María Esperanza tiene veintisiete años. Ayer dejó la universidad, puesto que en ella no aprendía lo suficiente. Vive sola desde los diecinueve. En todo ese intervalo de soledad, ha aprendido muchas cosas. Sin embargo, le inquieta mucho no haber conocido los métodos exactos para alzar vuelo.
Ella es tímida, muy tímida. No es fea ni bonita. Su rostro es redondo; su piel, naranja-rosado; sus labios, al igual que su estatura, muy promedios. No tiene muchas cicatrices en el rostro. Quizá dos o tres, o cuatro o cinco, por el acné. Sus ojos son pequeños y redondos, y los viernes como hoy suele mantenerlos cerrados por más de doce horas continuas.
¿Por qué les hablo de ella? Porque fue el primer amor de mi vida. Nunca fuimos amigos, tampoco recuerdo haberme excedido de los cinco o seis minutos de plática habitual; sin embargo, eso no evitó que quedará flechado de su imagen.
¿Dónde la conocí? En un parque muy cercano a mi universidad, a los dos años de estudiante. No llegué a aquel parque por voluntad propia; en ese entonces, como todo primerizo, recién había hecho un par de amigos, y estos me presionaron a acompañarlos a un parque muy cercano al aula de estudio. Como en esos días no había mucho por hacer, accedí.
Al llegar al lugar, divisé unas cuantas palmeras, todas verdes oscuras, muy oscuras, y unas cuantas acacias, que se encontraban dispersas por todo el campo. Fue precisamente en ese lugar en el que tuve mi primer acercamiento a las sustancias ilícitas: como ya era de noche y solo quedábamos nosotros, uno de mis amigos, de la contratapa de su celular, sacó unos papelillos, lo rellenó con un organismo muerto —que nunca pudo moverse en vida, pero sí crecer— y lo chamuscó. Acto seguido, todos los allí reunidos procederíamos a aspirar voluntariamente la densa humareda que se desprendía del otro extremo.
Para ser una primera vez fue una experiencia alucinante: reímos hasta lagrimear y/o llorar, nuestra memoria nos jugó malas pasadas, el tiempo se ralentizó por algunos minutos para luego acelerarse a un ritmo tan vertiginoso que nos resultaba imperceptible.
Sin más, logramos abrir aquellas puertas que, los conocedores de estas proezas afirman, siempre se mantienen cerradas y ocultas a la consciencia, que solo los recién nacidos pueden verlas y muchas veces cruzarlas. ¡Lástima que el modelo de enseñanza condiciona nuestro cerebro e imposibilita volver a contemplar la entrada, aquella imponente entrada!, pensaría.
María era una mujer muy escueta con sus palabras: esa era la triste realidad. Me agradaba mucho la ausencia de expresión en su rostro. Creía que era muy madura para nosotros. Es más, siempre pensé que tendría un futuro prometedor. Y hoy, al verla en medio de la autopista, pienso nuevamente lo mismo.
Ahí está ella, con su mirada fija en dirección opuesta a la mía. Ahora que reflexiono sobre aquellos días, estoy casi seguro que ella era el tipo de persona que constantemente abre las puertas hiperdimensionales, con ayuda de esos organismos muertos, cual llave maestra.
En una cuantas ocasiones, María y yo conversamos sobre el presente, acerca de nuestros objetivos a cortísimo plazo. Le conté, entusiasmado, lo agradable de mis días en Lingüística; ella, con escasa gracia, lo rutinario de Microbiología y Parasitología. Fueron precisamente en esas circunstancias en las que me aventuré a preguntarle qué la motivaba a venir, desde tan lejos, a mi facultad —la Facultad de Microbiología se encontraba a más siete kilómetros de la mía, la de Letras—, a lo que me respondió con un simple, pero doloroso: “¿Para qué quieres saberlo?”
Esa fue la última vez que conversamos. Volví a verla en muchas otras ocasiones, pero nunca más me acerqué nuevamente a ella. De lejos, constantemente observaba su lánguido rostro, de aspecto enflaquecido y desmejorado. Aunque, eso sí, en muchas ocasiones próximas nuestras miradas volverían a coincidir; no obstante, la suya siempre me sugería desplazar mi vista, alejarla de la de ella.
Tras cuatro semanas ininterrumpidas de ensayar con nuestras envolturas humanas y de liberar nuestras mentes, suspendimos nuestras prácticas de autoconocimiento. Les dijimos adiós por cinco largos años. Hoy me encuentro en el mismo lugar de siempre, y veo que ya no hay prado ni verde pastizal: se urbanizó el lugar; quedando así, hormigón en vez de vegetación. Y no solo eso, se crearon tres autopistas, que para nuestro bien no son muy transcurridas. Al lado, en proceso de remodelación, la universidad completamente vacía.
La nostalgia me invade, con escasa sutileza, el cuerpo. Observar los notables cambios del lugar al que asistí religiosamente durante seis años, para conseguir graduarme de lingüista, me aflige. Me aflige en lo más impenetrable del ser.
Ahí la veo. Ella se encuentra firme, con la mirada al cielo, intentando elevarse y trascender su menguada e irrenunciable existencia humana. Ahí está ella, con la mirada perdida y dubitativa, producto de sus constantes visitas al portón del conocimiento. Ahí yace María, la que siempre terminaba magullada intentando dar con los métodos para elevarse.
Tampoco supe por qué quería alzar vuelo. Siempre especulé que sería por su total animadversión a lo terrestre y a todo lo relacionado con lo humano, con lo vulgar. No obstante, nunca lo pude confirmar.
Mientras, me acerco a ella. Parece muy abstraída en sus propios pensamientos. No quiero fracturar su trance, pero tampoco puedo dejarla ahí: como está varada en la intersección de dos grandes autopistas, podría terminar arrollada. No sé qué hacer. Vacilo, mientras observo que dos automóviles se desplazan adyacentemente a nuestros cuerpos. Continúo vacilando. Cavilo con bastante esfuerzo, y concluyo que lo mejor para nosotros será trasladarla a casa. Ya que no conozco su casa, la trasladaré a la mía. Absolutamente resuelto, me acerco lo más que puedo a ella, y antes de siquiera sujetarla, me digo: “Esa huevona sigue con la pálida*”. En ese preciso instante siento una mano que se apoya en mi hombro izquierdo. Volteo intempestivamente, y lo veo. Se trata de un viejo amigo —el mismo que escondía los papelillos en la contratapa de su celular— al que no puedo reconocer instantáneamente, y al que le interrogo cómo y por qué se encuentra tan cerca de mí. “Déjala ahí”, me responde, de manera furibunda y sin contestar mis preguntas. Al parecer, él sabe de mis malas, malísimas intenciones.
*Bad trip