Afirmaba el psicoanalista Carl Gustav Jung, en sus reflexiones en torno a la lucha por emanciparse de la madre, que «El bosque tiene significado materno, como el árbol» (285) y lo vinculaba, en su revisión arquetípica de las imaginaciones primigenias, al árbol prohibido del Jardín del Edén, o al Jardín mismo, a ese árbol totémico que hoy es posible rastrear, como es sabido, hasta los cuentos de hadas y los relatos de infancia. Una extensión viviente, por demás, del concepto de gran madre o de madre tierra. Estas consideraciones, un poco vox populi para los lectores más eruditos, forman parte de la engañosa ingenuidad con que la joven narradora venezolana Enza García Arreaza ha titulado su segunda colección de cuentos: El bosque de los abedules (Caracas: Equinoccio, 2010).
Siete relatos bautizados en clara alusión al nombre de un árbol –y obedeciendo así a las reflexiones planteadas en el tercer cuento: «…cada árbol del mundo tiene un significado y una oruga» (52)– componen esta suerte de torcedura de pescuezo al cuento de hadas, en la que se aborda la narración con tono realista y una vivencia violenta del propio cuerpo y por ende de la propia sexualidad, características heredadas del primer libro de cuentos de la autora, el menos afortunado Cállate poco a poco (Caracas: Monte Ávila, 2008). Hay en este segundo libro de García Arreaza un tono narrativo que llega a ser franca e intencionalmente antipático, engranaje de una antisensualidad puesta en marcha a la vez para erotizar y atraer al lector, y para hacerlo pactar con reflexiones y posturas que a menudo le resultarán incómodas: una versión mordaz y adulta de la moraleja en las historias que damos a leer a nuestros niños.
La observación inicial de Jung sobre los bosques, no obstante, encuentra en estas narraciones un asidero posible: lo femenino, ya no como una diversidad de posturas existenciales –su acostumbrada justificación en una policromía silente–, sino como una vivencia sólida y rotunda por parte de quien intenta una y otra vez hallarse en sus propias metaforizaciones, nombrándose y renombrándose con rabia, se encuentra bajo el cenital de los intereses de García Arreaza, a ratos trayendo a la memoria la cruda feminidad presente en ciertos versos de Lydda Franco Farías: «una mujer es una mujer más sus uñas y sus dientes» (40). Lejos de la exaltación o de la letanía, lo femenino en El bosque de los abedules parece más bien sometido a un estado constante de sitio: ya sea como fuente de vergüenzas y minusvalías, como sucede en “La calle del abeto” o “Los pinos del patio”, o de pecados y deslealtades, como en “El bonsái de Macarena” o “Sauce con pájaros negros”. La existencia armónica de lo femenino parece, así, negada o violentada de antemano, sin que ello implique algún tipo de denuncia patriarcal o de victimismo de género; por el contrario, la narradora parece admitir una guerra ancestral, declarada en algún punto genético y sobrellevada con un cinismo compartido entre vencidas y vencedoras: «No es fácil lidiar con la buena estrella de las amigas» dice, por ejemplo, la voz presente en “El aliento de los cedros”, «una empieza a sopesar con filos oxidados cómo el cielo se repartió las cosas entre nosotras, las mujeres, esta tribu despechada y jamás presa de la domesticación» (89). O igualmente en “El bonsái de Macarena”: «Es relajante, por ejemplo, decir que fulana es una puta y, encima, no perder la oportunidad de subrayar que tú misma no eres de esa calaña» (30).
Esa constante metacognición en torno a las leyes herméticas del mundo femenino ejerce en la narradora un cierto distanciamiento, una lejanía también notoria en las relaciones planteadas con lo familiar, que estriba en trasgresión y ausencias en el caso de lo paterno, y en odio y rivalidades por el lado maternal. La narradora parece dar un paso hacia atrás y romper sus filiaciones “reales”, proponiendo como alternativa una herencia y una tradición “universales”: la alta literatura, las Bellas Artes, la música, o incluso ciertos espacios culturales foráneos: referencias a la cultura rusa, a la cocina árabe o las mitologías nórdicas. Estos pivotes de la Alta Cultura cobran sentido en el laberinto vivencial de la autora al inscribirse en un árbol específico, imitando la vertical entereza y longevidad de sus troncos.
La propuesta narrativa contenida en El bosque de los abedules, así, parece abordar principalmente el extravío vivencial, cuyo eco más claro en la tradición es ese bosque mítico de los cuentos de hadas, pero conservando como única brújula efectiva los significados que considera trascendentales: una visión dostoievskiana, si se quiere, en la que la belleza, si no salvará al mundo, al menos impedirá la desorientación total de la consciencia. «Siempre he sabido que los árboles existen para evitar mis extravíos» (99), dice el personaje del relato que da título al libro, como un navegante que echa mano a sus propias líneas sobre el mapa; y asimismo expresará, más adelante, su temor a lo inevitablemente frágil de las coordenadas culturales en las que deposita su supervivencia: «La belleza es fría y hace daño, como cuando se te congelan las orejas y se te pueden romper para siempre. Esas cosas que entienden bien los exiliados» (114). Al igual que con las migas de pan de Hansel y Gretel –dos personajes también extraviados en el bosque–, los árboles de Enza García Arreaza igualmente se doblegarán ante lo real, ante la vivencia del exilio que no es, a fin de cuentas, otra cosa sino la renuncia a hallar el hogar en la tierra misma que se pisa: «Hay tanto por hacer, Anna (…) antes de irme a vivir a la tierra del padre que nunca conocí (…) Pero lo cierto es que no alcanzo a tener la fuerza para no pensar que una vida debe estar poblada de árboles, al menos la mía» (100).
Quizás la gran conclusión existencial a este dilema del desarraigo sea la pura voluntad de apropiarse, a través de la magia de la escritura, de ese bosque o laberinto ajeno que es el mundo real, y romper así el exilio a través de un destierro aún mayor. Se trata, finalmente, de la literatura puesta al servicio de la construcción de un único hogar posible para quien lo abandona todo: el lenguaje propio, la escritura misma, o como lo bautizó Virginia Woolf en su momento: “una habitación propia”.
Ilustración “L´Arbre de Vie”, Séraphine de Senlis