Aquellos señores de mi infancia

Publicado el 20 mayo 2015 por Francisco Francisco Acedo Fdez Pereira @Francisacedo

De niño conocí a personas de cuyo tamaño no fui consciente hasta tiempo más tarde, pero que -imagino- de un modo u otro fueron dejando poso en mi ser. Abuelo Narciso, creo haberlo dicho en alguna otra ocasión, era camisa vieja y ello le hizo amigo de personajes a los que no conocí pero cuyos libros influyeron en mí sobremanera, como pudieron ser Dionisio Ridruejo o Rafael Sánchez Mazas. Si tuve ocasión de tratar al genio de Ernesto Giménez Caballero, aunque yo fuera un adolescente cuando murió, aunque su literatura vanguardista hasta el final, con esa prosa que sesenta años después de que comenzara a escribir, seguía tenía el vigor de la plasticidad de los Veinte. Sé que no es políticamente correcto hablar de estos nombres hoy en día, pero llegará un momento en el que la Literatura los pondrá en su sitio por encima de sus ideologías y, en cualquier caso, libre soy de decir lo que me plazca, porque bien sabe quien me sigue que me lié la manta a la cabeza hace lustros y mi trayectoria es bien sabida. Si acabé donde acabé fue porque mis orígenes venían de donde venían, de lo social y lo popular. Sánchez Mazas murió antes de que yo naciera (aunque su vida nueva de Pedrito de Andía, tan dantesca en el sentido etimológico y tan vascona como su sangre, se convirtiera en uno de mis libros de cabecera), sin embargo a su mujer, Liliana Ferlosio y a sus hijos los Sánchez Ferlosio los traté bastante, especialmente en sus estancias en Coria, en ese Palacio de los Duques de Alba que ellos habían adquirido. Cuando en el colegio tuve que leer el Jarama me di cuenta de que aquellos libros que había por casa dedicados tenían más valor del que pensaba. No valor crematístico, sino literario. Descubrí entonces que eran algunos de los mejores exponentes del Realismo Mágico. Esas descripciones pormenorizadas que tanto me fascinaban, esas escenas campestres, esa juventud retratada en una narración en la que parece no suceder nada eran literatura con mayúsculas. Yo me quedaba (y creo que me sigo quedando) con Alfanhuí... Ya tengo relecturas para cuando termine la pila de libros pendientes. Y junto a Rafael sus dos hermanos, el filósofo Miguel y el cantante Chicho, pero en aquellas tardes caurienses todo era muy relajado. Mientras los mayores jugaban a las cartas yo me quedaba en una salita con Liliana Ferlosio, quien me contaba cuentos sentada en una mecedora de rejilla con acento dulce, como las orillas de su villa del Garda, y me regaló un conejo negro que se llamaba Bic y que contrastaba con el blanco de su elegantísimo peinado. Bic desapareció un día de la terraza y hubo pollo para almorzar. Ni que decir tiene que no almorcé, porque niño era, pero no tonto y siempre he pensado (aunque Mamá lo siga negando) que aquel pollo en salsa no era sino mi conejito negro regalo de Liliana.Abuelo Manolo se relacionaba más con el mundo empresarial, Pepín Fernández, Ernesto Koplowitz, Ramón Areces, los Fierro... Pero ésos me dejaron menos poso, imagino. Pero sí me quedo con su amistad de la infancia, que la siguió cultivando, con el Maestro Solano o de juventud con Ana Mariscal. Abuelo siempre tuvo una vena farandulera y que le llevó a hacer teatro por los pueblos durante la guerra y después de ella, que Abuela Candela intentó frenar siempre, pero que no podía reprimir y en toda reunión familiar daba sus peculiares conciertos. De un modo u otro en mi familia materna muchos tenemos esos genes, unos los hemos encauzado hacia la farándula profesional como Primo Paco Quesada o yo, mientras que otros se los guardan para la vida privada. en cualquier caso no nos aburrimos. Y como no quiero aburrir ni quiero que esto se convierta en una cascada de nombres, no me dedicaré a hablar de los conocimientos sociales familiares en ciertos ámbitos que se suponen, porque entre lo interminable de los apellidos y que muchos no tuvieron o tienen más mérito que el haber nacido y sido, no merece la pena enumerar, además de no ofender por si alguien queda en el tintero. Para elencos nobiliarios ya están los que manejo profesionalmente. No me resisto a nombrar a dos mujeres que sí brillaron con luz propia y que me han fascinado desde la infancia, la una Luisa Medinasidonia, que mandó en vida y después de ella sigue haciéndolo, la admiré y la sigo admirando. La otra es Aline Romanones, que merece una saga para ella sola. Y aquí cierro las relaciones de eso que antes se llamaba la Clase.Era demasiado niño cuando Papá dio el salto a la vida pública en la Patronal, y aquellos amigos suyos (Ferrer Salat, Rodríguez Sahagún) me resultaban demasiado serios con sus trajes ingleses, sus cuellos de camisa interminables y sus nudos windsor y quizá años después hubiera tenido algún tema de conversación o de discusión política o económica como los que tenía con Papá, que puestos a debatir no había quien lo rebatiese, no sólo por su inteligencia y su cultura, sino por la capacidad de información y datos que era capaz de retener y por su agilidad mental y su dialéctica, que ya las quisiera yo para mí. A veces me pregunto si mi carrera política hubiese durado más de haberlo tenido a mi lado, porque, aunque no comulgáramos ideológicamente, como orador no tenía precio.La palma de amistades singulares de la familia se la lleva sin duda Tía Mariacruz, con quien compito por el puesto de ser el más peculiar de todos nosotros, que ya es decir, porque a mi familia materna a peculiaridad pocos nos ganan, cada cual en nuestro estilo. En sus años sevillanos hizo amistad con Manuel Pareja-Obregón, por el que yo sentía verdadera devoción y proclamo que nadie cantará sevillanas como él, aunque sus hijos Joaquín y Arturo derrochan también arte, que todo hay que decirlo. Otra de las imprescindibles del círculo de mi tia era María Jiménez, con quien pasé unas ferias de Cáceres inolvidables y que tiene un lugar destacado en mi mitoteca. Pero recuerdo especialmente a dos gitanos, ella bellísima y él con el pelo largo (aún no tenía barba) que cantaban unas canciones cuyas letras me fascinaban, aunque no conseguía entenderlas del todo. En la biblioteca inglesa de casa de Abuela Candela, Tía Mariacruz ponía sus discos y un día, viendo la televisión (ésa que sólo tenía dos canales con todas sus consecuencias), vi a la gitana de voz hermosa y al gitano que tocaba la guitarra de morirse que eran amigos de mi tía. Me sucedió lo que años más tarde me sucedería con Sánchez Ferlosio, que me di cuenta de que esas personas que yo veía normalmente y me maravillaban  cuando cantaban en la intimidad fascinaban a millones de españoles. Hoy ese gitano ha muerto, modernizador del flamenco, irrepetible talento, y con él se va uno de aquellos señores mayores que yo tuve la suerte de conocer en mi infancia y que, aunque el contacto físico se perdiera, su arte y su sombra me acompañaron y me acompañarán.