Thierry Meyssan/Resumen Medio Oriente/Red Voltaire, 11 de enero de 2016 – En un año, el nuevo rey de Arabia Saudita, Salman, hijo número 25 del fundador de la dinastía Saud, ha logrado consolidar su autoridad personal en detrimento de las demás ramas de la familia real, como el clan del príncipe Bandar ben Sultan y el del ex rey Abdallah. Pero no se sabe lo que Washington puede haber prometido a los perdedores para que no traten de recuperar el poder que han perdido. En todo caso, una serie de cartas anónimas publicadas en la prensa británica hacen pensar que estos miembros de la familia real saudita no han renunciado a sus ambiciones. Después de haberse visto obligado por sus hermanos a nombrar al príncipe Mohamad ben Nayef como próximo heredero, el rey Salman rápidamente lo aisló y limitó sus competencias, favoreciendo con ello a su propio hijo, el príncipe Mohammed ben Salman, cuyo carácter impulsivo y brutal no ha podido ser compensado por el Consejo de Familia –que ya no se reúne. De hecho, el príncipe ben Salman y su padre el rey son quienes están gobernando el reino, solos, como autócratas, sin ninguna forma de contrapoder en un país donde nunca se ha elegido un parlamento y los partidos políticos están prohibidos. Así se ha podido ver al príncipe Mohammed ben Salman asumir la presidencia del Consejo de Asuntos Económicos y Desarrollo, imponer una nueva dirección al Ben Laden Group y apoderarse de Aramco [1]. En todos los casos, su objetivo ha sido marginar a sus primos y poner a sus propios hombres de confianza a la cabeza de las grandes empresas del reino. En el plano interno, el régimen saudita se apoya solamente en la mitad de la población sunnita o wahabita, mientras que discrimina a la otra mitad de la población. El príncipe Mohammed ben Salman aconsejó a su padre ordenar la decapitación del jeque Nimr Baqir al-Nimr porque este último había osado desafiarlo. Dicho de otra manera, el Estado condenó a muerte y ejecutó al principal jefe de su oposición, cuyo único crimen era haber formulado y repetido la consigna: «El despotismo es ilegítimo.» El hecho que ese líder fuese un jeque chiita refuerza inevitablemente la impresión que tienen los no sunnitas de vivir bajo un apartheid, ya que se les prohíbe la educación religiosa y se les prohíbe el acceso a cualquier empleo en el sector público. En cuanto a los no musulmanes, que son un tercio de la población saudita, no están autorizados a ejercer su religion y ni siquiera tienen acceso a la nacionalidad saudita. En el plano internacional, el príncipe Mohammed y su padre aplican una política basada en las tribus beduinas del reino. Sólo así se explican simultáneamente el financiamiento saudita a los talibanes afganos y a la Corriente del Futuro libanesa, la represión contra la revolución en Bahréin, el apoyo a los yihadistas en Siria y en Irak y la invasión de Yemen. Los Saud siempre apoyan grupos sunnitas, a los que consideran más cercanos al wahabismo que esa familia impone como religión estatal en Arabia Saudita. Pero los apoyan no sólo contra los chiitas duodecimanos sino, en primer lugar, en contra de los sunnitas ilustrados y también en contra de todas las demás religiones (ismaelitas, zaiditas, alevitas, alauitas, drusos, sijs, católicos, ortodoxos, sabateos, yazidíes, zoroastrianos, hindúes, etc.). Y lo más importante es que, en todos los casos, apoyan única y exclusivamente a los líderes provenientes de las grandes tribus sunnitas sauditas. Es también importante señalar, de paso, que la ejecución del jeque al-Nimr tiene lugar inmediatamente después del anuncio de la creación de una amplia coalición antiterrorista de 34 Estados musulmanes alrededor de Riad. Cuando se sabe que el ejecutado, que siempre rechazó recurrir a la violencia, había sido condenado a muerte por «terrorismo», el mensaje que se desprende de su ejecución es que dicha coalición en realidad es una alianza sunnita contra las demás religiones. El príncipe Mohammed decidió iniciar la guerra en Yemen, supuestamente para prestar ayuda al presidente Abd Rabbo Mansur Hadi –derrocado por una alianza entre los rebeldes huthis y el ejército del ex presidente Ali Abdallah Saleh– y en realidad para apoderarse de los yacimientos yemenitas de petróleo y explotarlos junto a Israel. Como era previsible, esa guerra no está dando los resultados que esperaba el príncipe y los rebeldes están incursionando en suelo saudita, donde el ejército del reino huye despavorido, incluso abandonando su armamento. Arabia Saudita es, por consiguiente, el único país del mundo que es propiedad personal de un solo hombre, gobernado por ese autócrata y su hijo, que rechaza todo debate ideológico, no tolera ninguna forma de oposición y no acepta otra cosa que el vasallaje tribal. Estas características, por mucho tiempo consideradas residuos del pasado llamados a adaptarse al mundo moderno, se han enquistado al extremo de convertirse en la identidad misma de un reino anacrónico. La caída de la casa Saud podría verse provocada por el desplome de los precios del petróleo. Incapaz de rediseñar su tren de vida, el reino se endeuda a toda velocidad y, según los analistas financieros, tendría que enfrentar la bancarrota de aquí a 2 años. La venta parcial de Aramco podría prolongar la agonía, pero tendrá como consecuencia una pérdida de autonomía. La decapitación del jeque al-Nimr ha resultado el capricho que desborda la copa. La caída se ha vuelto inevitable en Arabia Saudita porque quienes allí viven carecen ahora de toda esperanza. Como resultado, el país enfrentará una mezcla de revueltas tribales y de revoluciones sociales que resultará mucho más mortífera que los conflictos que hasta ahora han sacudido el Medio Oriente. Lejos de oponerse a este trágico fin, los protectores estadounidenses del reino lo esperan impacientes. Y si no dejan de celebrar la «sabiduría» del príncipe Mohammed, en realidad lo hacen para estimularlo a seguir cometiendo errores. Ya en septiembre de 2001, el Estado Mayor Conjunto estadounidense trabajaba en un mapa de rediseño del «Medio Oriente ampliado» que preveía el desmembramiento del reino en 5 Estados. Y en junio de 2002, durante una célebre reunión del Defense Policy Board, Washington estudiaba cómo deshacerse de los Saud, algo que ahora es sólo una cuestión de tiempo.
Thierry Meyssan
A undated handout image released by the Institute of of Mohamad Bin Salman (MISK) on January 23, 2015 shows Prince Mohammed bin Salman, the son of Saudi Arabia newly appointed King Salman, attending an event an unknown location in Saudi Arabia. Saudi Arabia’s elderly King Abdullah died on January 23, 2015 and was replaced by his half-brother Salman as the absolute ruler of the world’s top oil exporter and the spiritual home of Islam, who named one of his sons, Prince Mohammed bin Salman, as defence minister, according to a royal decree. He also named Prince Mohammed as the head of the royal court and special advisor to the monarch, said the decree published by state news agency AFP PHOTO / HO / MISK == RESTRICTED TO EDITORIAL USE – MANDATORY CREDIT “AFP PHOTO/HO/MISK” – NO MARKETING NO ADVERTISING CAMPAIGNS – DISTRIBUTED AS A SERVICE TO CLIENTS ==
Thierry Meyssan/Resumen Medio Oriente/Red Voltaire, 11 de enero de 2016 – En un año, el nuevo rey de Arabia Saudita, Salman, hijo número 25 del fundador de la dinastía Saud, ha logrado consolidar su autoridad personal en detrimento de las demás ramas de la familia real, como el clan del príncipe Bandar ben Sultan y el del ex rey Abdallah. Pero no se sabe lo que Washington puede haber prometido a los perdedores para que no traten de recuperar el poder que han perdido. En todo caso, una serie de cartas anónimas publicadas en la prensa británica hacen pensar que estos miembros de la familia real saudita no han renunciado a sus ambiciones. Después de haberse visto obligado por sus hermanos a nombrar al príncipe Mohamad ben Nayef como próximo heredero, el rey Salman rápidamente lo aisló y limitó sus competencias, favoreciendo con ello a su propio hijo, el príncipe Mohammed ben Salman, cuyo carácter impulsivo y brutal no ha podido ser compensado por el Consejo de Familia –que ya no se reúne. De hecho, el príncipe ben Salman y su padre el rey son quienes están gobernando el reino, solos, como autócratas, sin ninguna forma de contrapoder en un país donde nunca se ha elegido un parlamento y los partidos políticos están prohibidos. Así se ha podido ver al príncipe Mohammed ben Salman asumir la presidencia del Consejo de Asuntos Económicos y Desarrollo, imponer una nueva dirección al Ben Laden Group y apoderarse de Aramco [1]. En todos los casos, su objetivo ha sido marginar a sus primos y poner a sus propios hombres de confianza a la cabeza de las grandes empresas del reino. En el plano interno, el régimen saudita se apoya solamente en la mitad de la población sunnita o wahabita, mientras que discrimina a la otra mitad de la población. El príncipe Mohammed ben Salman aconsejó a su padre ordenar la decapitación del jeque Nimr Baqir al-Nimr porque este último había osado desafiarlo. Dicho de otra manera, el Estado condenó a muerte y ejecutó al principal jefe de su oposición, cuyo único crimen era haber formulado y repetido la consigna: «El despotismo es ilegítimo.» El hecho que ese líder fuese un jeque chiita refuerza inevitablemente la impresión que tienen los no sunnitas de vivir bajo un apartheid, ya que se les prohíbe la educación religiosa y se les prohíbe el acceso a cualquier empleo en el sector público. En cuanto a los no musulmanes, que son un tercio de la población saudita, no están autorizados a ejercer su religion y ni siquiera tienen acceso a la nacionalidad saudita. En el plano internacional, el príncipe Mohammed y su padre aplican una política basada en las tribus beduinas del reino. Sólo así se explican simultáneamente el financiamiento saudita a los talibanes afganos y a la Corriente del Futuro libanesa, la represión contra la revolución en Bahréin, el apoyo a los yihadistas en Siria y en Irak y la invasión de Yemen. Los Saud siempre apoyan grupos sunnitas, a los que consideran más cercanos al wahabismo que esa familia impone como religión estatal en Arabia Saudita. Pero los apoyan no sólo contra los chiitas duodecimanos sino, en primer lugar, en contra de los sunnitas ilustrados y también en contra de todas las demás religiones (ismaelitas, zaiditas, alevitas, alauitas, drusos, sijs, católicos, ortodoxos, sabateos, yazidíes, zoroastrianos, hindúes, etc.). Y lo más importante es que, en todos los casos, apoyan única y exclusivamente a los líderes provenientes de las grandes tribus sunnitas sauditas. Es también importante señalar, de paso, que la ejecución del jeque al-Nimr tiene lugar inmediatamente después del anuncio de la creación de una amplia coalición antiterrorista de 34 Estados musulmanes alrededor de Riad. Cuando se sabe que el ejecutado, que siempre rechazó recurrir a la violencia, había sido condenado a muerte por «terrorismo», el mensaje que se desprende de su ejecución es que dicha coalición en realidad es una alianza sunnita contra las demás religiones. El príncipe Mohammed decidió iniciar la guerra en Yemen, supuestamente para prestar ayuda al presidente Abd Rabbo Mansur Hadi –derrocado por una alianza entre los rebeldes huthis y el ejército del ex presidente Ali Abdallah Saleh– y en realidad para apoderarse de los yacimientos yemenitas de petróleo y explotarlos junto a Israel. Como era previsible, esa guerra no está dando los resultados que esperaba el príncipe y los rebeldes están incursionando en suelo saudita, donde el ejército del reino huye despavorido, incluso abandonando su armamento. Arabia Saudita es, por consiguiente, el único país del mundo que es propiedad personal de un solo hombre, gobernado por ese autócrata y su hijo, que rechaza todo debate ideológico, no tolera ninguna forma de oposición y no acepta otra cosa que el vasallaje tribal. Estas características, por mucho tiempo consideradas residuos del pasado llamados a adaptarse al mundo moderno, se han enquistado al extremo de convertirse en la identidad misma de un reino anacrónico. La caída de la casa Saud podría verse provocada por el desplome de los precios del petróleo. Incapaz de rediseñar su tren de vida, el reino se endeuda a toda velocidad y, según los analistas financieros, tendría que enfrentar la bancarrota de aquí a 2 años. La venta parcial de Aramco podría prolongar la agonía, pero tendrá como consecuencia una pérdida de autonomía. La decapitación del jeque al-Nimr ha resultado el capricho que desborda la copa. La caída se ha vuelto inevitable en Arabia Saudita porque quienes allí viven carecen ahora de toda esperanza. Como resultado, el país enfrentará una mezcla de revueltas tribales y de revoluciones sociales que resultará mucho más mortífera que los conflictos que hasta ahora han sacudido el Medio Oriente. Lejos de oponerse a este trágico fin, los protectores estadounidenses del reino lo esperan impacientes. Y si no dejan de celebrar la «sabiduría» del príncipe Mohammed, en realidad lo hacen para estimularlo a seguir cometiendo errores. Ya en septiembre de 2001, el Estado Mayor Conjunto estadounidense trabajaba en un mapa de rediseño del «Medio Oriente ampliado» que preveía el desmembramiento del reino en 5 Estados. Y en junio de 2002, durante una célebre reunión del Defense Policy Board, Washington estudiaba cómo deshacerse de los Saud, algo que ahora es sólo una cuestión de tiempo.
Thierry Meyssan/Resumen Medio Oriente/Red Voltaire, 11 de enero de 2016 – En un año, el nuevo rey de Arabia Saudita, Salman, hijo número 25 del fundador de la dinastía Saud, ha logrado consolidar su autoridad personal en detrimento de las demás ramas de la familia real, como el clan del príncipe Bandar ben Sultan y el del ex rey Abdallah. Pero no se sabe lo que Washington puede haber prometido a los perdedores para que no traten de recuperar el poder que han perdido. En todo caso, una serie de cartas anónimas publicadas en la prensa británica hacen pensar que estos miembros de la familia real saudita no han renunciado a sus ambiciones. Después de haberse visto obligado por sus hermanos a nombrar al príncipe Mohamad ben Nayef como próximo heredero, el rey Salman rápidamente lo aisló y limitó sus competencias, favoreciendo con ello a su propio hijo, el príncipe Mohammed ben Salman, cuyo carácter impulsivo y brutal no ha podido ser compensado por el Consejo de Familia –que ya no se reúne. De hecho, el príncipe ben Salman y su padre el rey son quienes están gobernando el reino, solos, como autócratas, sin ninguna forma de contrapoder en un país donde nunca se ha elegido un parlamento y los partidos políticos están prohibidos. Así se ha podido ver al príncipe Mohammed ben Salman asumir la presidencia del Consejo de Asuntos Económicos y Desarrollo, imponer una nueva dirección al Ben Laden Group y apoderarse de Aramco [1]. En todos los casos, su objetivo ha sido marginar a sus primos y poner a sus propios hombres de confianza a la cabeza de las grandes empresas del reino. En el plano interno, el régimen saudita se apoya solamente en la mitad de la población sunnita o wahabita, mientras que discrimina a la otra mitad de la población. El príncipe Mohammed ben Salman aconsejó a su padre ordenar la decapitación del jeque Nimr Baqir al-Nimr porque este último había osado desafiarlo. Dicho de otra manera, el Estado condenó a muerte y ejecutó al principal jefe de su oposición, cuyo único crimen era haber formulado y repetido la consigna: «El despotismo es ilegítimo.» El hecho que ese líder fuese un jeque chiita refuerza inevitablemente la impresión que tienen los no sunnitas de vivir bajo un apartheid, ya que se les prohíbe la educación religiosa y se les prohíbe el acceso a cualquier empleo en el sector público. En cuanto a los no musulmanes, que son un tercio de la población saudita, no están autorizados a ejercer su religion y ni siquiera tienen acceso a la nacionalidad saudita. En el plano internacional, el príncipe Mohammed y su padre aplican una política basada en las tribus beduinas del reino. Sólo así se explican simultáneamente el financiamiento saudita a los talibanes afganos y a la Corriente del Futuro libanesa, la represión contra la revolución en Bahréin, el apoyo a los yihadistas en Siria y en Irak y la invasión de Yemen. Los Saud siempre apoyan grupos sunnitas, a los que consideran más cercanos al wahabismo que esa familia impone como religión estatal en Arabia Saudita. Pero los apoyan no sólo contra los chiitas duodecimanos sino, en primer lugar, en contra de los sunnitas ilustrados y también en contra de todas las demás religiones (ismaelitas, zaiditas, alevitas, alauitas, drusos, sijs, católicos, ortodoxos, sabateos, yazidíes, zoroastrianos, hindúes, etc.). Y lo más importante es que, en todos los casos, apoyan única y exclusivamente a los líderes provenientes de las grandes tribus sunnitas sauditas. Es también importante señalar, de paso, que la ejecución del jeque al-Nimr tiene lugar inmediatamente después del anuncio de la creación de una amplia coalición antiterrorista de 34 Estados musulmanes alrededor de Riad. Cuando se sabe que el ejecutado, que siempre rechazó recurrir a la violencia, había sido condenado a muerte por «terrorismo», el mensaje que se desprende de su ejecución es que dicha coalición en realidad es una alianza sunnita contra las demás religiones. El príncipe Mohammed decidió iniciar la guerra en Yemen, supuestamente para prestar ayuda al presidente Abd Rabbo Mansur Hadi –derrocado por una alianza entre los rebeldes huthis y el ejército del ex presidente Ali Abdallah Saleh– y en realidad para apoderarse de los yacimientos yemenitas de petróleo y explotarlos junto a Israel. Como era previsible, esa guerra no está dando los resultados que esperaba el príncipe y los rebeldes están incursionando en suelo saudita, donde el ejército del reino huye despavorido, incluso abandonando su armamento. Arabia Saudita es, por consiguiente, el único país del mundo que es propiedad personal de un solo hombre, gobernado por ese autócrata y su hijo, que rechaza todo debate ideológico, no tolera ninguna forma de oposición y no acepta otra cosa que el vasallaje tribal. Estas características, por mucho tiempo consideradas residuos del pasado llamados a adaptarse al mundo moderno, se han enquistado al extremo de convertirse en la identidad misma de un reino anacrónico. La caída de la casa Saud podría verse provocada por el desplome de los precios del petróleo. Incapaz de rediseñar su tren de vida, el reino se endeuda a toda velocidad y, según los analistas financieros, tendría que enfrentar la bancarrota de aquí a 2 años. La venta parcial de Aramco podría prolongar la agonía, pero tendrá como consecuencia una pérdida de autonomía. La decapitación del jeque al-Nimr ha resultado el capricho que desborda la copa. La caída se ha vuelto inevitable en Arabia Saudita porque quienes allí viven carecen ahora de toda esperanza. Como resultado, el país enfrentará una mezcla de revueltas tribales y de revoluciones sociales que resultará mucho más mortífera que los conflictos que hasta ahora han sacudido el Medio Oriente. Lejos de oponerse a este trágico fin, los protectores estadounidenses del reino lo esperan impacientes. Y si no dejan de celebrar la «sabiduría» del príncipe Mohammed, en realidad lo hacen para estimularlo a seguir cometiendo errores. Ya en septiembre de 2001, el Estado Mayor Conjunto estadounidense trabajaba en un mapa de rediseño del «Medio Oriente ampliado» que preveía el desmembramiento del reino en 5 Estados. Y en junio de 2002, durante una célebre reunión del Defense Policy Board, Washington estudiaba cómo deshacerse de los Saud, algo que ahora es sólo una cuestión de tiempo.