Hace unos día, Fernando Mora, me decía que por qué no publicaba, aquí, en este blog, una ensayo que tengo casi terminado, en realidad, sólo precisa ordenarlo y corregirlo, “Progreso y regresión”, y yo le contestaba que un ensayo, en un blog, acabaría con éste en unas cuantas sesiones, porque resultaría excesivamente aburrido.
Otra cosa, sería una novela, mi última novela, “Arcángeles”, precisamente la que ha dado título a este blog y que trata de narrar la lucha a muerte entre dos grupos de arcángeles ferozmente empeñados en exterminarse mutuamente, los miembros de Eta y los jueces, ambos colectivos situados por encima de los que sólo somos simples mortales, de ningún modo encargados de una tarea titánica.Es lo que voy a intentar hacer, incluyendo aquí, de vez en cuando, algunas páginas de la misma y, si tiene aceptación, a lo peor, lo hago durante cierto tiempo.Una advertencia. Tal vez, cuando lean lo que, en su día, escribí sobre este tema, tengan la impresión de que se trata de una exageración casi insoportable de lo que ocurre en la realidad judicial. Les aseguro que no. Lo que narro en el primer capítulo, que voy a transcribir inmediatamente, muy bien pudiera haber sucedido en el despacho de un magistrado de Barcelona que consideró que podía vender la justicia como si de piezas de tela se tratara y que, consiguientemente, acabó fuera de la carrera y en la cárcel.ArcángelesA través de los culos de vaso de sus gafas, el magistrado me miró con cierta premeditada insolencia:-Sólo los tontos, y a mí me consta que v. no lo es, pueden creer, con lo que está cayendo, en la justicia de los hombres, en realidad, pienso que ni siquiera se puede creer en los hombres como simples seres vivos porque no lo estamos, lo que nosotros hacemos no es vivir, lo hemos falsificado todo, yo, por ejemplo, ¿qué soy? Un juez y eso ¿qué es? Una especie de policía distinguido que persigue el crimen y éste, a su vez, ¿qué es? El quebrantamiento de una norma, algo así como una infracción de Tráfico, que se salda con unas pocas pesetas. Ésta sí que es la palabra clave: pesetas. El dinero es lo único que realmente existe. Si v. lo tiene está a salvo de todo, si no lo tiene, es un puñetera mierda, por mucha categoría social que le hayan dado a lo que v. hace. Como v. sabe, si yo quiero, mañana estaría v. en la cárcel, pero ¿por qué iba yo a hacer eso, qué ganaría con ello? Porque v. no tiene dinero, por lo menos, en cantidad suficiente para que valga la pena encerrarle, pero algunos de sus clientes, sí. Es de eso de lo que quiero hablarle, porque v., como hombre realmente inteligente lo va a entender. Mire, me he cansado de ser sólo un nombre rimbombante que no gana dinero y he decidido irme al otro lado. Olvidarme de mi conciencia y honor, las palabras esenciales de mi juramento, y transformarme en una máquina de ganar dinero. Por una serie de increíbles casualidades, esta asquerosa sociedad ha puesto en mis manos el que seguramente es el mayor de los poderes posibles en este mundo, el de juzgar y hacer que se cumpla lo juzgado. Ahí es nada. Es lo que quiero que transmita a sus clientes, a partir de este momento, además de juez voy a ser un honrado comerciante que va a vender honestamente sus servicios, servicios que van a ser ciertamente caros, dada su importancia en la vida de los hombres. Vamos a comenzar por Vordelino. Si me proporciona 20 millones de pesetas en billetes inidentificables, yo le pondré a él una fianza de 50 mil pesetas. Lo que él se gasta en una cena de fin de semana, o sea, que prácticamente lo pongo en libertad porque podrá desaparecer de la escena hasta que cometa alguna otra tontería y lo cojan otra vez. Pero, eso, sí, este hombre tiene una personalidad que me fascina, me gustaría tener una entrevista con él, antes de que se vaya definitivamente. Así que voy a ordenar que lo traigan a aquí, a mi despacho y tener una larga entrevista con él a la que quiero que asistan v. y el forense. ¿Qué le parece?-No creo que haya inconveniente por su parte.Y a los pocos días, nos hallamos reunidos allí los increíbles personajes del más disparatado de los diálogos que jamás pueda imaginarse. -Mire usted, señor juez, yo quiero, como todo el mundo, seguridad jurídica. El pequeño artesano de la esquina, el carpintero, el fontanero, ante todo, les piden a ustedes que protejan su legítimo derecho a ejercer pacíficamente su honrada profesión, a la que la ley ha marcado unos límites. El carpintero y el fontanero le piden a los órganos jurisdiccionales que tutelen su derecho a ejercer su profesión dentro de esos límites que suponen su derecho a aceptar la demanda de sus servicios, a prestarlos y a cobrar por ellos. Si un fontanero o un carpintero reciben una petición de un cliente y le sirven puntualmente, dentro de los límites que se han marcado legalmente para el ejercicio de sus respectivas profesiones, tienen no sólo el derecho a cobrar por su trabajo sino también el de que nadie, absolutamente, pueda molestarles en el ejercicio de su profesión, de tal modo que pueden perturbar la convivencia ciudadana, dando martillazos y molestando a los vecinos de ese ciudadano que ha solicitado sus servicios. Yo soy también un artesano, un honrado profesional que proporciona un servicio a sus magníficos clientes. Mi profesión también se halla regulada en la ley, si bien mi "status" es más restringido que el del carpintero y el del fontanero. Resulta que a mí, se me exigen una serie de condiciones para el ejercicio de mi profesión que éstos otros dos ni siquiera sufren en sus pesadillas. A diferencia de ellos, yo no puedo poner un rótulo en mi negocio, no puedo anunciarme en las hojas amarillas de la guía telefónica ni en los periódicos, no puedo hacer ninguna clase de publicidad, no puedo mostrarme en público cuando negocio, a mí se me exigen condiciones de opacidad profesional tan rigurosas que cuando no se cumplen se me sanciona. Pero esto no significa, como piensan algunos, que mi profesión esté prohibida sino, en todo caso, muy duramente restringida en su ejercicio. Si yo vendo mi producto de tal manera que sólo se enteran los consumidores, no sufro ninguna clase de interdicción. Y, si me descuido un poco, y mi tráfico comercial se evidencia de alguna manera, soy penalizado con medidas que, por ser muy rigurosas, deben de aplicarse, como dice la ley, con un carácter muy restringido. En otras palabras, señor Magistrado, si los agentes de su autoridad me sorprenden ejerciendo mi profesión de un modo no adecuado, infringiendo una determinada norma profesional, debo ser llamado al orden pero sólo como sanciona la ley y aplicando ésta con carácter restrictivo en tanto en cuanto resulta punitiva y, por tanto, odiosa. ¿No es así? Si a mí me sorprenden cometiendo una infracción legal en mi profesión, debe aplicárseme la ley pero en su límite más benigno y, si ella contempla, el caso de la libertad provisional bajo fianza, se me debe conceder. De modo que yo creo que usted no sólo obra bien, decretando dicha libertad provisional bajo fianza de cincuenta mil pesetas, sino que ha hecho todo lo posible para que la ley, toda la ley, se cumpla, no sólo la que me obliga a ser extremadamente cuidadoso en el ejercicio de mi comercio sino ésa otra que me protege a mí también, porque yo también soy objeto de protección legal, que dice que si yo debo ser sancionado por una infracción, debo gozar de todos los beneficios que la aplicación de la ley admite para atenuarla. Cuando yo trafico con mi producto no sólo sé a lo que me expongo si traspaso determinados límites sino también los beneficios legales que restringirán las sanciones que frente a mi infracción admite el derecho. -El problema es la opinión pública. La gente no admite que su tráfico sea, en modo alguno, legal. Para ella, la droga está absolutamente prohibida. -No, si yo, en el momento de mi detención, sólo poseo la cantidad absolutamente indispensable para mi consumo. Señores, no sé si se dan cuenta, pero estamos entrando en el meollo, en la esencia del problema. Los límites entre el bien y el mal no son sino cuestión de cantidad. Dicho de otro modo, la diferencia entre el bien y el mal no es cualitativa sino cuantitativa, a no ser que admitamos el sofisma de que la cantidad, al sobrepasar ciertos límites, se convierte en calidad. Es por eso que algunos, entre los que yo, por supuesto, me encuentro, propugnan que la moral no es que sea relativa sino que no existe. En los Andes, todos, ancianos, mujeres y niños, de cualquier clase y condición, mastican habitualmente la hoja de la coca. Y obtienen de ello el formidable beneficio de vivir mejor, aunque vivan menos. ¿De dónde se deduce que lo bueno es vivir mucho y no hacerlo bien? Parece que, incluso desde la simple perspectiva del lenguaje, lo lógico es todo lo contrario, lo bueno es vivir mejor. Pero es que, además, es esto, precisamente, lo que todos hacemos. Todos, absolutamente todos, trabajamos de algún modo, y trabajar no es más que cambiar tiempo, trozos de nuestra vida, pedazos temporales de nuestra existencia sólo para seguir viviendo. Luego, todos hemos aprobado ya el viejo plebiscito a favor de la calidad no de la cantidad de nuestras propias vidas. A mí no puede nadie que trabaje venir ahora a decirme que es partidario de la cantidad y no de la calidad de la vida, cuando está cambiando, todos los días, ocho horas de su vida por vivir mejor, cuando está cambiando cantidad por calidad. Sólo los vagos y maleantes, los que no tienen oficio ni beneficio son auténticos partidarios de la cantidad puesto que sólo ellos se niegan a cambiar un sólo minuto de su vida por nada. ¿De dónde extraen, entonces, los moralistas la norma de que lo bueno es prolongar indefinidamente la vida a expensas de estropearla, de empobrecerla, de privarla de los mayores placeres? La inmensa mayoría no lo cree así. Pero tiene que someterse al criterio de una minoría sólo porque ésta detenta el poder. Y hemos llegado, así, a otro de los puntos claves de la cuestión. En el fondo, el problema de la droga no es sino una cuestión de poder, se trata, una vez más, de conservarlo a toda costa, de reternerlo. La droga, tal vez, sea el signo supremo, definitivo de la rebelión contra el poder, contra todo poder. La droga tal vez sea la única posibilidad de liberación que le resta al hombre en un mundo como éste. La droga es tal vez, hoy, la única posibilidad de rebelión, de revolución, por eso se propaga tan rápidamente. Los partidarios de eso que ellos llaman despectivamente la droga no es que quebrantemos las leyes, es que no creemos en ellas, es que, por lo menos, en lo que a nosotros respecta, hemos abolido la Ley, con mayúscula inicial. Pero lo hemos hecho obligados por las circunstancias. Si, aquí, en este país, si en ninguno de los países que llamamos supercivilizados, no se persiguiera la droga, tal como no se hace en alguno de los países de Sudamérica, el lado malo de su consumo desaparecería puesto que, al ser barata, no habría que recurrir a medios extraordinarios, la mayor parte de las veces, criminales, para conseguirla. Como en el caso del alcohol, en los Estados Unidos durante la prohibición, es precisamente su interdicción lo que encarece su consumo, al propio tiempo, que nos incita a él. De modo que puede afirmarse categóricamente que, sin la prohibición, sin la persecución, que tanto la encarece, el consumo de la droga, hoy, no se hubiera extendido de esa manera y la criminalidad específica, provocada por su sobreprecio, no existiría. -Eso parece ser que está por demostrar. -No, eso es lo único relativo a este problema que ya está demostrado históricamente. Cuando en Norteamérica se derogó la prohibición de bebidas alcohólicas, su consumo se normalizó y desapareció totalmente la criminalidad específica. Y esto es tan cierto que, a veces, nosotros, los que estamos en esta profesión, llegamos a pensar que la prohibición de la droga no es más que un instrumento político de la clase dirigente para dominar y someter a la otra hasta extremos realmente inconcebibles. -O sea, que no es un negocio sino una conspiración. -Yo no he dicho eso, exactamente. Todo, en esta vida, nace espontáneamente pero esto no significa que, luego, no sea aprovechado por los que dominan la situación. -Pero, entonces, usted es cómplice consciente de ese intento de dominación a través de la degradación juvenil. -No tanto como a primera vista parece. Acabo de decir que la droga es, tal vez, el único modo de rebelión, de revolución que nos queda a los hombres de hoy. O, por lo menos, una posibilidad más. Al joven actual de los suburbios de las grandes ciudades, que ve cómo se le impide el acceso a la vida normal, negándole un puesto de trabajo porque no está suficientemente preparado, debido precisamente a su marginación y que no puede organizarse colectivamente en orden a una revolución política sólo le queda el duro camino de la rebelión, de la revolución individual y ésta no puede ser sino la delincuencia y la droga, aunque ambas impliquen su propia destrucción. Es igual. El joven suburbano preferirá morir en un atraco o de una sobredosis, a hacerlo lentamente de inanición en una chabola de extramuros. -O sea, que usted es un profeta. -No, yo sólo soy un sinvergüenza que se aprovecha de una situación que no ha propiciado ni creado pero mi ventaja, respecto a ustedes, es que yo sé lo que soy y lo admito. En cierto modo, yo también participo de ese grito de rebelión que supone la drogadicción. Doy a los chicos, y a ustedes, la posibilidad de escaparse, al menos por unas horas, a la represión y la opresión, pero ustedes no son más que opresores, represores o cipayos. No son los más indicados para reprocharnos nada, ni a ellos, los drogadictos, ni a mí. -Creo que usted se equivoca radicalmente. No es que todo en la vida sea cuestión de cantidad sino de forma. En el fondo, tal vez, usted y esos muchachos de los suburbios tengan razón, pero no en la forma. Todo es cuestión de forma. La sociedad actual se ha estructurado, a lo largo de siglos, de esta manera en que ahora funciona. Y no pueden ustedes venir ahora a decirnos, "no, no estamos de acuerdo con esta forma de actuar". Al principio de los tiempos, valía todo. Cada uno actuaba como le parecía. Pero la imposición de la convivencia social como el sistema más eficaz para sobrevivir e incluso para hacerlo mejor, ha supuesto ciertas normas, ciertas reglas, ciertas formas que no se pueden violar si no queremos incidir en la anarquía y el desorden. -¿A qué llama usted orden? ¿A que una infinitésima parte de la Humanidad tenga sometida a la inmensa mayoría a una auténtica esclavitud? -Eso no es más que un sofisma. El hombre de hoy es mucho más libre que el de hace cinco mil años porque no tiene que preocuparse de problemas tan esenciales y difíciles de resolver como el de la seguridad personal y la provisión de agua potable. -Pero no puede cruzar la calle hasta que cambia el semáforo. -Precisamente por su bien. -¿Y es por su bien por lo que debe respetar instituciones jurídicas como la propiedad exclusiva y excluyente y la sucesión hereditaria? -¿O sea, que usted es comunista? -No llego a tanto, sólo soy revolucionario. -Pero ¿qué clase de revolución es la suya que sólo proporciona al que la sigue la destrucción y el dolor? -Sólo al final, durante mucho tiempo, si se utiliza correctamente la inteligencia, proporciona muy buenos ratos. -Ahora, regresa usted al cinismo. -No, sólo a la verdad. ¿Sabe usted como empecé yo? Yo era uno de esos gamines, que tanto les enternecen a ustedes cuando salen por televisión. Nunca conocí a mis padres y la calle, la puta calle, la maldita calle, que corrompe hasta el tuétano, fue mi hogar, mi único hogar. Usted defiende, tiene el descaro de defender ante mí, una sociedad formal que se basa sobre todo en la noción de productividad y de mérito. Y eso no es verdad, simplemente, la sociedad que usted defiende se basa únicamente en la explotación del hombre por el hombre. ¿Dónde está la sociedad, qué hace respecto a esos cientos de miles, a esos millones de gamines que pueblan las calles de Sudamérica? ¿Qué clase de seguridad social, jurídica o, simplemente, humana les presta? El cinismo es suyo, todo suyo, sólo suyo. No me hable de sociedad a mí porque malgasta su tiempo, yo sé muy bien que eso que usted llama sociedad ni siquiera existe. Se trata de una mafia, de un"gang" mucho peor que el de Al Capone. No es la "cosa nostra" pero se le parece mucho, incluso la supera, y debería llamarse "cosa vostra", puesto que sólo es vuestra, de vosotros, los que detentáis el poder. Y frente al poder sólo se pueden hacer dos cosas, o someterse íntegramente o luchar desesperadamente contra él. Los cobardes eligen la primera solución, los que tienen cojones, la segunda. Hay que tener muchos cojones para sobrevivir en las calles de las grandes ciudades de Sudamérica. Allí, cada instante, tu vida pende de un hilo. Allí, te puede matar, en cualquier momento, un chico sólo un poco mayor que tú, únicamente para robarte ese tubo de pegamento con el que te drogas, o esos matones a sueldo que los propietarios de los comercios que ocupan sus calles pagan para ello. ¿Dónde están, allí, esas grandes conquistas sociales de la seguridad personal y del agua potable? Allí no sobrevives si no aprendes a defenderte y matar. Así de simple. ¿Qué clase de sociedad es ésta, entonces, donde o matas o mueres? ¿Qué clase de moral es la que allí aprendes? Yo, allí, sólo aprendí dos cosas, a defenderme y a matar. Todo lo demás lo he aprendido después pero utilizando aquellas dos primeras armas. Pero, fundamentalmente, esencialmente, no sé hacer realmente otra cosa. Ahora mismo, aquí, no trato de hacer más que eso, sobrevivir y matar. A partir de esta noche, yo no seguiré viviendo si no soy capaz de defender frente a todos ustedes mi propia libertad y mi propia seguridad personal, que ustedes no sólo no van a intentar siquiera defenderlas por mí sino que incluso tratarán de acabar con ellas porque yo sólo soy para ustedes esa especie de animal antisocial que comercia con drogas. Yo contraatacaré de la única manera en que sé hacerlo, proporcionándoles droga y dinero para que me necesiten, para que no puedan prescindir de mí, o sea, ayudándoles a morir, o sea, matándoles, al propio tiempo que compraré los servicios de algunos de ustedes para que me consigan la libertad que preciso para seguir este maldito tráfico. Y esto no es cinismo sino pura dialéctica. Ustedes me rechazaron, me expulsaron de esta sociedad, cuando era un niño, un gamín, porque no les servía para nada, porque era solamente una carga, un estorbo para los que iban a comprar a sus prósperos comercios, pero yo conseguí sobrevivir de la única manera en que, allí, era posible hacerlo, robando y matando. La calle fue mi escuela y mi universidad, allí aprendí, a los siete años, algo de lo que algunos de ustedes todavía no son conscientes, en este mundo, todo vale con tal de sobrevivir, porque éste, el de sobrevivir, es el primer mandamiento de ese fluido incontenible que es la vida. En cuanto a los medios de subsistencia no pude aprender las carreras de médico o de abogado, ni siquiera los oficios de carpintero o albañil. A los siete años comencé a traficar con pegamento, luego, pasé a la coca. No sé hacer otra cosa, no puedo hacer otra cosa. Como les ocurre a todos ustedes. Cada uno de ustedes se aprovecha de una situación social relativa para explotar al que le necesita, elevando sus aranceles tanto como se lo permiten. ¿Dónde está la diferencia? ¿En que usted, Valdés, me saca de la cárcel para que siga traficando o en que usted, doctor, me cura mis enfermedades para que puede hacer lo mismo? Ya sé todo eso de que el fin no puede justificar los medios y sus aforismos contrarios. Ya sé que el hecho de que yo sea esta especie de bestia que no sólo hace el mal puro, sólo el mal, nada más que el mal, no puede en modo alguno jusificar mi muerte, que ustedes me dejen morir, que no me ayuden a sobrevivir ahora, cuando da la casualidad que tengo tanto dinero que puedo pagarles esos exorbitantes honorarios, sólo que me pregunto por qué no lo hicieron entonces, cuando yo era un gamín y no tenía, para caerme muerto, más lugar que la calle, la puta calle, la maldita calle. De modo que yo sólo soy el producto de esa sociedad formal de la que usted hablaba antes, un producto automático, puramente mecánico, quiero decir que yo no podía, no puedo, ser otra cosa. No sirvo más que para esto, para comprar la droga allí, a aquellos pequeños agricultores de los Andes y traérsela a ustedes para que la consuman tan cómodamente. Ya sé que me hago pagar muy caro, pero es que tengo un doble motivo, primero, mi profesión es muy arriesgada, no sólo porque otro de la competencia me puede asesinar o denunciar para quedarse él con mi negocio en exclusiva, sino porque ustedes me pueden detener y juzgar con más dureza de la que hasta ahora lo han hecho, y el otro motivo es la venganza, ustedes son los que me han hecho lo que soy, ustedes son los que me han hecho así, ¿no es, entonces, justo, y no me gusta nada esta palabra pero no encuentro otra, que sea yo, precisamente, el que, ahora, venga a aquí y los destruya? -Pero ¿es que usted cree sinceramente que nos va a destruir? -Yo, solo, no, nosotros, los traficantes de droga, solos, no. No podríamos. Necesitamos, sobre todo, su propia colaboración. Se calcula que, en este país, hay ahora mismo, ciento setenta mil drogadictos. No es mucho sobre cuarenta millones de habitantes. El cero diecisiete y medio por cien. Una cantidad realmente inapreciable. Pero resulta que la drogadicción ha devenido en el mejor vehículo para la transmisión de ciertas enfermedades como la hepatitis y el sida y éste se transmite también por vía sexual y el sexo lo practicamos todos habitualmente, de modo que, de pronto, un superatleta, como Magic Jhonson, un perfecto heterosexual, confiesa que tiene anticuerpos. Estas enfermedades parece que se transmiten en progresión geométrica. Yo no afirmo categóricamente que lo sea, pero, tal vez, pudiera ser el principio del fin, una verdadera hecatombe, como la peste en la Edad Media.