Como es de rigor, casi obligado, los turistas que visitan Beijing tienen que pasar por el llamado Mercado de la seda, un feo edificio moderno al que, casi como si de un favor se tratase, los simpáticos guías chinos nos llevan tras visitar, por ejemplo, el bello Palacio de verano. María José y yo no somos en este sentido turistas al uso. No solemos comprar ni ropa ni bolsos ni esas cosas que vuelven loca a la mayoría de las personas. Nuestras búsquedas tienen más que ver con pinturas de paisajes chinos, antiguos libros de seda, artículos de papelería china, o pequeños libros rojos de Mao, a ser posible escritos en lengua originaria. Así que, una vez descargaron a nuestro grupo en el citado mercado, decidimos pasear por Beijing al fin solos, en dirección a la plaza de Tiananmen. Es una verdadera pasión la que sentimos por pasear por las ciudades (estamos a punto de crear el movimiento internacional “CPP”, es decir, “Ciudades Para Pasear”, algo que no es tan fácil de practicar en el tercer mundo, donde la gente que anda lo hace porque no tiene más remedio, no porque desee pasear, que es un lujo). Mientras descendíamos por una gran avenida recordé dos cosas: mis paseos cuando era adolescente por la madrileña Castellana, Recoletos y Paseo del Prado y, en segundo lugar, un cuadro de Giorgione, precisamente el titulado “La tempestad”. En este misterioso cuadro un hombre mira a un mujer que amamanta a un niño. Lo más hermoso de la pintura es la captación del instante, de esas típicas tardes de verano antes de que comience una gran tormenta. Sí, el cielo de Beijing, tan gris, tan contaminado, tan agobiante, se estaba volviendo un revoltijo de nubes entretejidas y amenazantes. Confundí sin querer lo que uno desea (que no llueva), con lo que puede ocurrir (que diluvie) y le dije a María José que podíamos seguir nuestro paseo sin problemas hasta la gran plaza. Al comienzo fueron unas pocas gotas, lo que nos dio fuerzas para adentrarnos por la zona central de la plaza, ya cerca del mausoleo de Mao. Sin embargo, cuando estábamos ya a una trágica equidistancia de todo aquello que pudiera cubrirnos comenzó a caer una de las lluvias más salvajes que he visto en mi vida. No tardamos en estar calados hasta los huesos, mochilas incluidas, y a pesar de intentar llegar a un refugio no pudimos evitar ponernos como verdaderas sopas. El aspecto cómico lo aportaron los vendedores chinos, omnipresentes, que surgieron de la nada a vendernos paraguas cuando ya la lluvia amainaba y no nos hacía falta alguna protegernos. No había nada que proteger, desgraciadamente. Fue en
Como es de rigor, casi obligado, los turistas que visitan Beijing tienen que pasar por el llamado Mercado de la seda, un feo edificio moderno al que, casi como si de un favor se tratase, los simpáticos guías chinos nos llevan tras visitar, por ejemplo, el bello Palacio de verano. María José y yo no somos en este sentido turistas al uso. No solemos comprar ni ropa ni bolsos ni esas cosas que vuelven loca a la mayoría de las personas. Nuestras búsquedas tienen más que ver con pinturas de paisajes chinos, antiguos libros de seda, artículos de papelería china, o pequeños libros rojos de Mao, a ser posible escritos en lengua originaria. Así que, una vez descargaron a nuestro grupo en el citado mercado, decidimos pasear por Beijing al fin solos, en dirección a la plaza de Tiananmen. Es una verdadera pasión la que sentimos por pasear por las ciudades (estamos a punto de crear el movimiento internacional “CPP”, es decir, “Ciudades Para Pasear”, algo que no es tan fácil de practicar en el tercer mundo, donde la gente que anda lo hace porque no tiene más remedio, no porque desee pasear, que es un lujo). Mientras descendíamos por una gran avenida recordé dos cosas: mis paseos cuando era adolescente por la madrileña Castellana, Recoletos y Paseo del Prado y, en segundo lugar, un cuadro de Giorgione, precisamente el titulado “La tempestad”. En este misterioso cuadro un hombre mira a un mujer que amamanta a un niño. Lo más hermoso de la pintura es la captación del instante, de esas típicas tardes de verano antes de que comience una gran tormenta. Sí, el cielo de Beijing, tan gris, tan contaminado, tan agobiante, se estaba volviendo un revoltijo de nubes entretejidas y amenazantes. Confundí sin querer lo que uno desea (que no llueva), con lo que puede ocurrir (que diluvie) y le dije a María José que podíamos seguir nuestro paseo sin problemas hasta la gran plaza. Al comienzo fueron unas pocas gotas, lo que nos dio fuerzas para adentrarnos por la zona central de la plaza, ya cerca del mausoleo de Mao. Sin embargo, cuando estábamos ya a una trágica equidistancia de todo aquello que pudiera cubrirnos comenzó a caer una de las lluvias más salvajes que he visto en mi vida. No tardamos en estar calados hasta los huesos, mochilas incluidas, y a pesar de intentar llegar a un refugio no pudimos evitar ponernos como verdaderas sopas. El aspecto cómico lo aportaron los vendedores chinos, omnipresentes, que surgieron de la nada a vendernos paraguas cuando ya la lluvia amainaba y no nos hacía falta alguna protegernos. No había nada que proteger, desgraciadamente. Fue en